Estoy terminando de leer "Sauce Ciego, Mujer Dormida" de Haruki Murakami. Un autor japones que me trae loco hace varios años.El libro se compone de 24 relatos cortos que nos sumergen el el peculiar mundo de este autor que para muchos esta llamado a ser proximamente Premio Nobel de Literatura.
Este autor fué el primero que recomendé en Tiojimenodigital.
Fué la primera semana de existencia de Tiojimenodigital, concretamente el 24 de Enero de 2007.
http://tiojimenodigital.blogspot.com/2007/01/kafka-en-la-orilla-de-haruki-murakami.html
Pinchando en "Sigue leyendo" podrá leer uno de estos relatos, precisamente el que dá titulo al libro : "Sauce Ciego, Mujer Dormida"
Sauce ciego, mujer dormida
Al cerrar los ojos percibí el olor del viento. Un airecillo de mayo
con turgencias afrutadas. Ahí estaba la piel, y la pulpa, blanda y jugosa,
y las semillas. La fruta reventó en el aire y las semillas, convertidas
en una nube de blandos perdigones, dieron contra mi brazo desnudo.
Atrás, sólo dejaron un dolor tenue.
–¿Qué hora es? –me preguntó mi primo. Como yo le llevaba casi
veinte centímetros de estatura, me hablaba con el rostro alzado hacia mí.
Eché una ojeada al reloj de pulsera.
–Las diez y veinte.
–¿Va bien ese reloj? –me preguntó mi primo.
–Yo diría que sí.
Mi primo me tiró de la muñeca y observó el reloj. Sus dedos eran
finos y suaves, más fuertes de lo que cabía esperar.
–Oye, ¿es caro?
–No, qué va. Es una baratija –contesté echándole otro vistazo a la
esfera.
No hubo respuesta.
Al mirar a mi primo descubrí que me observaba con una expresión
de desconcierto. Aquellos dientes blancos que le asomaban entre
los labios parecían huesos atrofiados.
–Es una baratija –repetí articulando bien cada sílaba y mirándolo
a la cara–. Es una baratija, pero funciona muy bien.
Él asintió en silencio.
Mi primo es sordo de la oreja derecha. Justo al empezar primaria,
una pelota de béisbol le dio en la oreja y su oído se resintió. Pero esto
apenas supone un impedimento a la hora de llevar a cabo sus quehaceres
diarios. Va a una escuela normal, su vida se desarrolla con nor-
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malidad. En clase, a fin de poder orientar hacia el profesor la oreja
izquierda, se sienta siempre en el extremo derecho de la primera fila.
No saca malas notas. Por lo que respecta a los ruidos ambientales, hay
épocas en que los oye bastante bien y otras en las que no. Alternativamente,
como el flujo y el reflujo de la marea. Y, muy de vez en cuando,
a razón de una vez cada seis meses aproximadamente, pierde casi
por completo la audición de ambos oídos. Como si el silencio de la
oreja derecha se hiciera más profundo y acabara sofocando los sonidos
de la oreja izquierda. Cuando esto sucede, como es lógico, deja
de poder llevar una vida normal e incluso tiene que faltar durante un
tiempo a clase. Por qué le ocurre semejante cosa no lo saben ni los médicos.
Es un caso sin precedentes. Sin tratamiento posible.
–Que un reloj sea caro no quiere decir que sea bueno –dijo mi
primo como si intentara convencerse a sí mismo–. El que yo tenía
antes era bastante caro, pero funcionaba fatal. Me lo compraron al empezar
secundaria, pero al año lo perdí y desde entonces no llevo. Como
no han vuelto a comprarme otro...
–Pues debe de ser complicado apañárselas sin reloj, ¿no?
–¿Qué? –repuso mi primo.
–¿No es complicado eso de no llevar reloj? –repetí mirándolo a
la cara.
–No tanto –contestó moviendo la cabeza en un ademán negativo–.
Yo no vivo solo en medio de la montaña. La hora se la puedo preguntar
a cualquiera.
–Sí, claro –dije.
Y volvimos a enmudecer durante unos instantes.
Era consciente de que debería ser un poco más amable con él, hablarle
de esto y de lo otro. Intentar disipar el nerviosismo que sentía
antes de llegar al hospital. Pero habían transcurrido cinco años desde
que nos vimos por última vez. Durante esos cinco años, mi primo había
pasado de los nueve a los catorce años, y yo, de los veinte a los
veinticinco. Y ese lapso de tiempo había levantado entre nosotros una
barrera opaca imposible de atravesar. Me esforzaba en pronunciar las
palabras oportunas, pero éstas se negaban a acudir a mis labios. Y a
cada balbuceo, a cada omisión, mi primo me miraba con expresión
apurada. Con la oreja izquierda ligeramente vuelta hacia mí.
–¿Qué hora es? –me preguntó mi primo.
–Las diez y veintinueve –le contesté.
El autobús llegó a las diez y treinta y dos minutos.
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El autobús era mucho más moderno que los de mi época de instituto.
El cristal de la ventanilla del conductor era grande; parecía un
enorme bombardero desprovisto de alas. Y estaba más lleno de lo que
esperaba. No tanto como para que hubiese gente de pie en el pasillo,
pero lo suficiente para que no pudiéramos sentarnos juntos. Así que
optamos por permanecer de pie ante la salida posterior. De todas formas,
el trayecto no era demasiado largo. Lo que yo no lograba explicarme
era por qué había tanta gente a aquella hora. El autobús iniciaba
su trayecto en una estación de los ferrocarriles privados, recorría una
urbanización de la zona alta y volvía a la estación: a lo largo del camino
no había ningún lugar de interés turístico ni ninguna institución.
Había algunos colegios y, a la hora de ir a la escuela, el autobús estaba
siempre lleno, pero a mediodía no tendría por qué estarlo tanto.
Mi primo se agarró con una mano a la barra y yo, a la correa que
colgaba del techo. El autobús brillaba, parecía recién salido de fábrica.
Los metales relucían, sin una nube que los empañara, tan limpios
que podías ver tu cara reflejada en su superficie. El tapizado de los
asientos era tupido, y las señales de orgullo y optimismo características
de las máquinas nuevas, eran evidentes, incluso, en cada uno de
los pequeños tornillos.
Que el autobús fuera nuevo y que estuviese más lleno de lo que
yo suponía me desconcertó. Tal vez hubiese cambiado de trayecto sin
que yo lo supiera. Recorrí el interior del vehículo con ojos atentos,
miré hacia fuera. Pero allí sólo encontré la apacible zona residencial
de costumbre.
–Vamos bien con este autobús, ¿verdad? –me preguntó mi primo
con inquietud. Tal vez le preocupara la expresión de desconcierto que
asomaba a mi rostro desde que habíamos montado en el autobús.
–Sí, tranquilo –le dije, a medias para convencerme a mí mismo–.
No hay equivocación posible. Es la única línea que pasa por aquí.
–Antes cogías este autobús para ir al colegio, ¿verdad? –me preguntó
mi primo.
–Sí.
–¿Y a ti te gustaba la escuela?
–No mucho –le dije con franqueza–. Pero allí veía a mis amigos,
e ir a clase tampoco era tan duro que digamos.
Mi primo reflexionó sobre lo que le había dicho.
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–Y a esos amigos, ¿los ves todavía?
–No, ya hace mucho que no he vuelto a verlos –respondí eligiendo
las palabras con cuidado.
–¿Y por qué? ¿Por qué no os veis?
–Porque vivimos muy lejos. –No era cierto, pero tampoco tenía
otra explicación que darle.
Cerca de mí estaba sentado un grupo de ancianos. Habría unos
quince en total. A ellos se debía, en realidad, que el autobús estuviera
tan lleno. Los ancianos estaban todos muy morenos. Lucían un bronceado
uniforme hasta en el cogote. Y todos, sin excepción, estaban delgados.
La mayoría de los hombres vestía camisa gruesa de montaña,
la mayoría de las mujeres, una blusa sencilla sin adornos. Sobre sus
rodillas descansaban mochilas pequeñas, de esas que se llevan a las
pequeñas excursiones a la montaña. Todos los ancianos presentaban
un aspecto sorprendentemente parecido. Como si alguien hubiera sacado
un cajón de muestras clasificado al detalle y lo hubiera traído
tal cual. Pensándolo bien, era muy extraño. Rutas para ir a la montaña,
a lo largo de aquella línea, no había ninguna. ¿Adónde diablos
se dirigían? Agarrado a la correa, intenté dilucidarlo, pero no se me
ocurrió ninguna explicación.
–¿Crees que esta vez me harán daño? –me preguntó mi primo.
–Pues no lo sé –dije–. Apenas he oído nada sobre el tratamiento.
–¿Y tú? ¿Has ido alguna vez al otorrino?
Sacudí la cabeza en ademán negativo. Ahora que lo pensaba, no
había ido jamás, ni siquiera una sola vez en toda mi vida.
–¿Las otras veces te ha dolido mucho? –le pregunté.
–No, no tanto –contestó mi primo poniendo cara hosca–. No es
que no me haya dolido nada, algunas veces me ha dolido algo. Pero
no se puede decir que me hayan hecho un daño horroroso.
–Pues, entonces, esta vez irá igual. Por lo que dice tu madre, no parece
que el tratamiento vaya a variar gran cosa.
–Pero si me hacen lo mismo de siempre, esta vez tampoco me curaré,
¿no?
–Vete a saber. A veces las cosas pasan así, por las buenas.
–¿Como si se descorchara una botella de repente? –dijo mi primo.
Le eché una rápida ojeada, pero en su rostro no advertí la menor
sombra de sarcasmo.
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–Con un médico distinto, todo es diferente y quizás un cambio en
el tratamiento, por pequeño que sea, pueda tener una gran importancia.
No debes desanimarte tan fácilmente.
–Yo no estoy desanimado –replicó mi primo.
–¿Harto, entonces?
–Pues sí, la verdad –suspiró–. Lo peor es el miedo. Lo más horrible,
lo que más miedo me da, no es el dolor en sí, es imaginar el daño
que pueden llegar a hacerme. ¿Me entiendes?
–Creo que sí –le respondí.
Aquella primavera me habían sucedido muchas cosas. Debido a
una serie de circunstancias había dejado la pequeña agencia de publicidad
de Tokio donde había trabajado los últimos dos años. Por
esas mismas fechas, había roto con la chica con la que había estado
saliendo desde la universidad. Un mes más tarde, mi abuela moría de
cáncer de intestino y yo regresaba a esta ciudad, después de cinco años
de ausencia, cargado sólo con una pequeña bolsa, para asistir a los funerales.
Mi habitación seguía tal como yo la había dejado. En las estanterías
se alineaban los libros que yo había leído, allí estaba la cama
donde yo había dormido y el pupitre que había usado, los viejos discos
que había escuchado. En aquella habitación todo estaba reseco,
perdidos el color y el aroma que habían poseído en el pasado. Sólo el
tiempo permanecía inalterado, de una manera casi prodigiosa.
Pensaba tomarme unos dos o tres días de descanso tras los funerales
y, luego, regresar a Tokio. Tenía contactos y quería ver si se concretaban
en un nuevo empleo. También quería mudarme, empezar de
nuevo en un decorado distinto. Pero conforme pasaba el tiempo se
me hacía más difícil ponerme en pie. No. Hablando con propiedad,
aunque me esforzara en moverme, era incapaz de hacerlo. Encerrado
en mi habitación, escuchaba mis viejos discos, releía las novelas que
había leído mucho tiempo atrás, a veces arrancaba los hierbajos del jardín.
No veía a nadie, no hablaba con nadie excepto con los miembros
de mi familia.
Un día vino mi tía y me dijo que mi primo iba a iniciar un tratamiento
en un nuevo hospital y que si podía acompañarlo. En realidad
tenía que haber sido ella quien lo acompañara, pero le había surgido,
según me explicó, un compromiso inexcusable. El hospital estaba
cerca de mi antiguo instituto y yo conocía bien la zona, además, no
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tenía nada que hacer aquel día, así que no había ninguna razón para
negarme. Mi tía me tendió un sobre con dinero diciendo que luego
nos fuéramos a almorzar los dos juntos.
El motivo por el cual mi primo cambiaba de hospital era porque
el tratamiento que recibía en el anterior no había surtido efecto. Peor
aún, los periodos en que empeoraba eran cada vez más frecuentes.
Cuando mi tía se quejó, el médico apuntó que las causas no pertenecían
al ámbito de la medicina, que debían de hallarse en el entorno
familiar, y ambos se enzarzaron en una pelea. Hablando con franqueza,
nadie esperaba que el cambio de hospital propiciara una súbita
mejoría en las condiciones auditivas de mi primo. Nadie lo formulaba
en voz alta, claro está, pero lo cierto es que todo el mundo había
perdido ya la esperanza de que se recuperara.
Mi primo y yo vivíamos cerca, pero, llevándonos como nos llevábamos
más de diez años, jamás habíamos mantenido una relación muy
estrecha. En las reuniones familiares, yo me limitaba a sacarlo a pasear
o a jugar con él. A pesar de ello, los parientes empezaron a asociarnos
el uno al otro. Empezaron a creer que él sentía un cariño especial por
mí y que yo sentía, a mi vez, una debilidad especial hacia él. Durante
mucho tiempo no entendí la razón. Pero, en aquel momento, al
mirarlo con la cabeza un poco ladeada y la oreja izquierda vuelta hacia
mí, me sentí extrañamente conmovido. Como el rumor de la lluvia
oído largo tiempo atrás, aquella postura envarada caló en mi corazón.
Y creí adivinar por qué nuestros parientes se empeñaban en
asociarnos el uno al otro.
Cuando el autobús hubo efectuado siete u ocho paradas, mi primo
volvió a alzar inquieto los ojos hacia mí.
–¿Falta mucho todavía?
–Sí, tranquilo. El hospital es muy grande, es imposible que nos
pasemos de largo.
Yo miraba distraídamente cómo el aire que entraba por las ventanillas
hacía ondear con dulzura la visera de los sombreros y los pañuelos
anudados al cuello de los ancianos. ¿Quién diablos era aquella gente?
¿Y adónde diablos iba?
–Oye, ¿vas a trabajar en la empresa de mi padre? –me preguntó
mi primo.
Lo miré sorprendido. Su padre, es decir, mi tío, poseía una impren-
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ta bastante grande en Kobe. Pero yo jamás había contemplado la posibilidad
de trabajar en ella. Tampoco me habían hecho ninguna propuesta
en ese sentido.
–A mí nadie me ha dicho nada –dije–. ¿Por qué?
Mi primo enrojeció.
–Se me ha ocurrido, así, sin más –respondió–. Pero a mí me gustaría.
Así te quedarías aquí. Y todo el mundo estaría contento.
La voz pregrabada anunció por los altavoces la siguiente parada de
autobús, pero nadie apretó el botón solicitándola. Tampoco se veía a
nadie en la calle esperando.
–Es que tengo cosas que hacer en Tokio –dije.
Mi primo asintió en silencio.
«En realidad, no tengo nada que hacer en ninguna parte. Pero el
último lugar donde puedo estar es aquí.»
Conforme el autobús fue subiendo la cuesta de la montaña, las hileras
de edificios se hicieron más escasas. El tupido ramaje de los árboles
arrojaba una densa sombra sobre la calzada. Empezaron a aparecer
casas de estilo extranjero, de paredes pintadas y vallas bajas. El
aire era fresco. Cada vez que el autobús tomaba una curva, el mar aparecía
bajo nuestros ojos para desaparecer a continuación. Mi primo y
yo fuimos siguiendo con la mirada el paisaje hasta llegar al hospital.
Mi primo me dijo que la visita sería larga y que no me necesitaba,
que lo esperara en alguna parte. Tras dirigir un breve saludo al médico,
salí de la sala de consulta y me dirigí a la cafetería. Aquella mañana
apenas había desayunado y tenía el estómago vacío, pero en el
menú no encontré nada que me despertara el apetito. Al final, pedí
sólo un café.
Era un día laborable por la mañana y en el comedor, aparte de
mí, únicamente había una familia. El que debía de ser el padre era un
hombre cuarentón, con un pijama a rayas azul marino y unas zapatillas
de plástico. La madre y las dos niñas pequeñas, gemelas, estaban
de visita. Las dos gemelas vestían idénticos vestidos blancos y ambas
estaban inclinadas sobre la mesa con cara muy seria tomándose un
zumo de naranja. Las heridas o la enfermedad del padre no parecían
ser graves y en el rostro de todos, tanto en el de los padres como en el
de las hijas, se reflejaba el aburrimiento.
Al otro lado de la ventana se extendía el césped. El sistema de as-
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persión giraba ruidosamente esparciendo sobre la hierba gotas de blancos
destellos. Dos pájaros de largas colas y chillido estridente cruzaron
el césped en línea recta para desaparecer, al instante, de mi campo visual.
En un extremo de la extensión de hierba había unas canchas de
tenis, sin redes, y no se veía un alma en ellas. Más allá de las pistas había
unas hileras de olmos y, a través de las ramas, se divisaba el mar.
Aquí y allá, pequeñas olas centelleaban al sol de principios de verano.
El viento que soplaba a través de los árboles hacía oscilar las hojas
verdes de los olmos y desviaba levemente la regular aspersión del
sistema de riego.
Tuve la sensación de haber visto aquella escena en el pasado, en
algún otro lugar. Un amplio cuadro de césped, dos gemelas tomando
zumo de naranja, unos pájaros de larga cola que volaban a alguna parte,
el mar asomando tras unas pistas de tenis sin red... Pero se trataba
de una ilusión. Era una sensación terriblemente vívida e intensa, pero
yo sabía que no era más que una ilusión. Era la primera vez que pisaba
aquel hospital.
Apoyé los dos pies en la silla de delante, respiré hondo y cerré los
ojos. En la oscuridad vi una masa blanca. Se dilataba y contraía en silencio
como un microorganismo bajo la lente del microscopio. Mutaba
y se multiplicaba, se dispersaba y volvía a agruparse.
Hacía ochos años que había ido a aquel hospital. Un pequeño hospital
junto al mar. Por las ventanas de la cafetería sólo se veían unos
laureles. El edificio era viejo y olía siempre a lluvia. Habían operado
del pecho a la novia de un amigo mío y habíamos ido a visitarla los
dos. Eran las vacaciones estivales del segundo año de instituto.
No fue una intervención quirúrgica importante. Sólo le corrigieron
la posición de una costilla que, de nacimiento, ella tenía ligeramente
desplazada hacia dentro. Tampoco se trató de una operación de urgencia,
sino de una de esas operaciones ineludibles que, ya que tienes
que hacértela un día u otro, te la quitas de encima en cuanto puedes.
La intervención en sí fue muy breve, pero después tuvo que hacer reposo,
así que permaneció hospitalizada unos diez días. Nosotros dos
fuimos a verla al hospital montados en una Yamaha 125 c.c. A la ida
condujo él, a la vuelta, yo. Me había pedido que lo acompañara. «No
quiero ir solo al hospital», me dijo.
Mi amigo se pasó por la confitería que había enfrente de la estación
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y compró unos bombones. Yo me agarraba con una mano a su cinturón
mientras, con la otra, asía la caja de los bombones. Aquel día hacía
calor y nuestras camisas se empaparon enseguida de sudor para, acto
seguido, secarse al viento. Mientras conducía, mi amigo cantaba una
cancioncita estúpida a voz en cuello. Aún recuerdo el olor de su sudor.
Aquel amigo murió poco después.
La novia llevaba un pijama azul y, sobre los hombros, una fina bata
que le llegaba hasta las rodillas. En la cafetería nos sentamos los tres
a una mesa, nos fumamos unos Short Hope, bebimos Coca-Cola y comimos
helados. Ella tenía mucho apetito y se tomó dos donuts espolvoreados
con azúcar y un cacao con toneladas de nata. Ni siquiera
después de zamparse todo eso pareció satisfecha.
–Aquí en el hospital te pondrás como una cerdita –dijo mi amigo,
atónito.
–Bueno, ¿y qué? Estoy convaleciente, ¿no? –replicó ella secándose
con una servilleta las yemas de los dedos, impregnadas de la grasa
de los donuts.
Mientras ellos hablaban, yo contemplaba los laureles al otro lado
de la ventana. Los arbustos eran tan grandes y tupidos que parecían un
bosque. Se oía el rumor de las olas. La barandilla de la ventana estaba
oxidada por el aire húmedo del mar. El ventilador que colgaba del techo,
una auténtica pieza de anticuario, removía el aire caliente de la estancia.
La cafetería olía a hospital. Incluso la comida y la bebida, como
de común acuerdo, estaban impregnadas de ese olor. El pijama de la
chica tenía dos bolsillos en el pecho. En uno llevaba un pequeño bolígrafo
dorado. Cuando se inclinaba hacia delante, tras el escote de pico
se veía un pecho liso y blanco al que no le había dado la luz del sol.
Mis recuerdos se detenían en este punto. Intenté recordar qué sucedió
a continuación. Me tomé una Coca-Cola, contemplé los laureles,
le vi el pecho y, ¿qué ocurrió después? Me removí sobre la silla de
plástico y, con la mejilla apoyada en el cuenco de la mano, hurgué en
los estratos más profundos de mi memoria. Como si intentara extraer
un tapón clavando la punta del cuchillo en el corcho.
Yo aparté la mirada e intenté imaginar cómo los médicos le rasgaban
la carne del pecho, cómo introducían los dedos enfundados en
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guantes de plástico, cómo le corregían la posición del hueso. Me pareció
terriblemente irreal. Igual que una metáfora.
Sí. Luego hablamos de sexo. Fue mi amigo quien lo hizo. ¿Qué
dijo? Posiblemente contó alguna anécdota referida a mí. Algún ligue
frustrado o algo por el estilo. Sí, creo que se trataba de eso. Nada del
otro mundo, en realidad. Pero lo exageró tanto que ella acabó riéndose
a carcajadas. Incluso yo me reí. Mi amigo era muy bueno contando
historias.
–No me hagas reír –dijo la novia con una mueca de dolor–. Al reír
me duele el pecho.
–¿Dónde? –le preguntó mi amigo.
Ella se apretó, por encima del pijama, un punto en la parte interior
del seno izquierdo, justo donde debía encontrarse el corazón. Mi
amigo bromeó sobre ello y la novia volvió a reírse.
Miro mi reloj de pulsera. Son las once y cuarenta y cinco minutos
y mi primo aún no ha regresado. Como se acerca la hora del almuerzo,
el comedor ha empezado a llenarse. Una mezcla de sonidos
diversos y de voces envuelve la estancia como si fuera una nube de
humo. Regreso a mis recuerdos. Pienso en el pequeño bolígrafo dorado
que la novia de mi amigo llevaba en el bolsillo del pecho.
... Sí. Con ese bolígrafo ella garabateó algo en una servilleta de
papel. Hizo un dibujo. Pero el papel de la servilleta era demasiado blando
y la punta del bolígrafo no se deslizaba bien por su superficie.
Con todo, la novia de mi amigo dibujó una colina. En la cima había
una casita. Dentro de la casita había una mujer durmiendo. Alrededor
de la casa crecían los sauces ciegos. Y eran éstos los que le provocaban
el sueño.
–¿Y qué diablos son los sauces ciegos? –preguntó mi amigo.
–Pues esos árboles de ahí.
–Jamás he oído hablar de ellos.
–Es que me los he inventado yo –sonrió ella–. Los sauces ciegos
tienen un polen muy fuerte, y cuando unas pequeñas moscas portadoras
de ese polen penetran en el oído de una mujer, ésta se queda
dormida.
La novia de mi amigo cogió una servilleta de papel y dibujó un
sauce ciego. Era un árbol de tamaño similar a la azalea. Tenía flores,
pero éstas estaban rodeadas de gruesas hojas verdes. Las hojas recor-
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daban un ramillete de colas de lagartija. Los sauces ciegos no se parecían
en absoluto a los sauces de verdad.
–¿Tienes tabaco? –me preguntó mi amigo. Le arrojé por encima de
la mesa un paquete de Short Hope y una caja de cerillas empapados
de sudor.
–Los sauces ciegos parecen pequeños, pero sus raíces son terriblemente
profundas –explicó ella–. De hecho, cuando llegan a determinada
edad, los sauces ciegos dejan de crecer hacia arriba y empiezan
a extenderse hacia abajo. Como si se nutrieran de las tinieblas.
–Entonces, las moscas transportan el polen, penetran en el oído de
una mujer y la duermen, ¿no? –dijo mi amigo mientras intentaba trabajosamente
encender un cigarrillo con una cerilla húmeda–. ¿Y qué
hacen luego esas moscas?
–Se quedan dentro del cuerpo de la mujer y van comiéndose su
carne, claro –explicó ella.
–¡Ñam! ¡Ñam! –dijo mi amigo.
Sí. Aquel verano, ella estaba escribiendo un largo poema sobre los
sauces ciegos y nos explicó de qué iba. Eran sus únicos deberes de verano.
Se inventó una historia basada en un sueño que había tenido una
noche y tardó una semana en escribir, en la cama, una larga poesía.
Mi amigo dijo que la quería leer, pero ella se negó aduciendo que todavía
no había perfilado los detalles y, a cambio, hizo un dibujo y nos
explicó el contenido de la poesía.
Un joven subió a la colina para salvar a la mujer dormida por el
polen de los sauces ciegos.
–Ése soy yo. Seguro –intervino mi amigo.
Ella sacudió la cabeza.
–No, no eres tú.
–¿Y tú, eso, puedes saberlo? –preguntó mi amigo.
–Sí –dijo ella con la cara muy seria–. No sé cómo, pero lo sé. ¿Te
sienta mal?
–Pues, claro. ¡Tú dirás! –dijo mi amigo, medio en broma, frunciendo
el entrecejo.
El joven iba subiendo despacio la colina y abriéndose paso entre
los frondosos sauces ciegos. A decir verdad, era la primera persona
que subía la colina desde que los sauces ciegos se habían adueñado
de ella. Con la gorra encasquetada hasta la cejas, el joven avanzaba
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ahuyentando con una mano las moscas que pululaban a su alrededor.
Para ver a la joven dormida. Para despertarla de su largo y profundo
sueño.
–Pero, allá en lo alto de la colina, las moscas ya habían devorado
el cuerpo de la mujer, ¿verdad? –dijo mi amigo.
–En cierto sentido –respondió ella.
–Eso de que, en cierto sentido, su cuerpo haya sido devorado por
las moscas debe de significar que, en cierto sentido, ésta es una historia
triste. Seguro –dijo mi amigo.
–Pues, tal vez –dijo ella tras reflexionar unos instantes–. ¿Qué te
parece a ti? –me preguntó.
–Pues que suena, en efecto, a historia triste –respondí.
Mi primo volvió a las doce y veinte minutos. Tenía la mirada perdida
y llevaba una bolsa con medicamentos en la mano. Plantado en
la entrada de la cafetería, tardó mucho tiempo en localizar mi mesa.
Sus pasos eran rígidos, como si le costara mantener el equilibrio. Al tomar
asiento frente a mí, aspiró una profunda bocanada de aire, como
si hubiera estado tan ocupado que se le hubiese olvidado respirar.
–¿Cómo ha ido? –le pregunté.
–¡Uf! –suspiró mi primo. Aguardé unos instantes a que empezara
a hablar, pero no dijo nada.
–¿Tienes hambre? –le pregunté.
Mi primo asintió en silencio.
–¿Tomamos algo aquí, entonces? ¿O cogemos el autobús y vamos
a comer a la ciudad? ¿Qué prefieres?
Mi primo recorrió el interior del local con mirada dubitativa y dijo:
–Aquí mismo está bien.
Compré los tiquets y pedí el almuerzo para dos. Hasta que nos
trajeron la comida, mi primo estuvo contemplando en silencio el paisaje
al otro lado de la ventana. El mar, la hilera de robles, los aspersores:
la misma vista, en definitiva, que había estado contemplando yo
hacía unos instantes.
En la mesa contigua, un matrimonio de mediana edad, muy atildado,
comía unos sándwiches y hablaba de un conocido suyo ingresado
por cáncer. De que si cinco años atrás le habían prohibido fumar
pero que, al parecer, ya entonces era demasiado tarde, de que si al levantarse
escupía sangre, cosas por el estilo. La mujer preguntaba y el
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marido respondía. El marido le explicó que, en cierto sentido, el cáncer
era el reflejo de la vida de quien lo padecía.
Nuestro almuerzo consistió en hamburguesas y pescado blanco
frito. Ensalada y pan. Comimos el uno frente al otro, en silencio.
Mientras tanto, el matrimonio siguió hablando con pasión de la génesis
del cáncer. Por qué se había extendido tanto en los últimos tiempos,
por qué no había sido posible conseguir un medicamento eficaz,
cosas por el estilo.
–En todas partes, igual –dijo mi primo con voz carente de inflexión
contemplándose las dos manos–. Siempre te preguntan las mismas
cosas, todos te hacen las mismas pruebas.
Estábamos delante del hospital, sentados en un banco esperando
el autobús. Sobre nuestras cabezas, el viento mecía de vez en cuando
las hojas de los árboles.
–¿Y hay veces en que pierdes el oído por completo? –le pregunté
a mi primo.
–Sí –respondió él–. Y no oigo nada.
–¿Y qué se siente en esos momentos?
Mi primo se quedó reflexionando con la cabeza ladeada.
–De pronto, va y no oyes nada. Pero tardas mucho tiempo en darte
cuenta. No oyes ningún sonido. Como si estuvieras en el fondo del
mar con tapones en los oídos. Eso continúa durante un tiempo. Mientras,
no oyes nada, pero no se trata sólo del oído. No oír es sólo una
parte de todo eso.
–¿Es desagradable?
Mi primo hizo un breve y categórico gesto negativo con la cabeza.
–No sé por qué, pero no. Tiene inconvenientes, eso sí. No poder
oír nada.
Intenté hacerme una idea. Pero ninguna imagen acudió a mi cabeza.
–¿Has visto Fuerte Apache de John Ford? –me preguntó mi primo.
–Sí, la vi hace mucho tiempo –respondí.
–El otro día la pusieron en la televisión. Es muy interesante.
–Sí, sí que lo es –asentí.
–Al principio de la película sale un general recién destinado al
fuerte. A este general sale a recibirlo un capitán veterano, que es John
Wayne. El general no conoce todavía la situación en la que se en-
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cuentra el Oeste. Y en los alrededores del fuerte los indios se han rebelado.
Mi primo se sacó del bolsillo un pañuelo blanco doblado y se
secó las comisuras de los labios.
–Al llegar al fuerte, el general se dirige a John Wayne y le dice: «De
camino hacia aquí he visto a algunos indios». Entonces, John Wayne,
con rostro impasible, le responde: «No hay de qué preocuparse, mi general.
Si dice usted que ha visto indios, es que los indios no estaban
allí». No recuerdo las palabras exactas, pero era algo por el estilo. ¿Entiendes
lo que quiere decir?
No recordaba que en Fuerte Apache existiera tal diálogo. Me daba la
impresión de que era un poco demasiado abstruso para tratarse de una
película de John Ford. Pero hacía ya mucho tiempo que la había visto.
–Pues querrá decir que lo que cualquiera puede ver no tiene gran
importancia. Vaya, eso me parece.
Mi primo frunció el entrecejo.
–Tampoco acabo de entenderlo yo, pero cada vez que alguien me
compadece por lo del oído, no sé por qué, pero me acuerdo de estas
palabras: «Si dice usted que ha visto indios, es que los indios no estaban
allí».
Me reí.
–¿Es raro? –me preguntó mi primo.
–Sí, lo es –dije. Mi primo también se rió. Hacía tiempo que no lo
veía reír.
Tras dejar pasar unos instantes, mi primo dijo como si me confiara
algo:
–Oye, ¿puedes mirarme el oído?
–¿Mirarte el oído? –le pregunté con una ligera sorpresa.
–Basta con que lo mires desde fuera.
–Sí, claro. Pero ¿por qué quieres que lo haga?
–Pues, no sé –contestó mi primo sonrojándose–. Es que me gustaría
que miraras qué aspecto tiene.
–Vale –dije–. Ahora mismo te lo miro.
Mi primo se sentó dándome la espalda y encaró hacia mí la oreja
derecha. Tenía la oreja muy bien formada. En sí, era de pequeño tamaño,
pero la carne del lóbulo aparecía abultada como una magdalena
recién horneada. Se trataba de la primera vez que le inspeccionaba
la oreja a alguien. Observándola con atención pude constatar que, en
comparación con otros órganos del cuerpo humano, la oreja es, desde
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el punto de vista morfológico, un gran enigma. Presenta, en algunos
puntos, pliegues y vueltas hasta lo irrazonable, en otros, protuberancias
y depresiones. Posiblemente haya ido adoptando esta curiosa forma
en el transcurso de la evolución con el objeto de captar mejor los
sonidos, y retenerlos. Rodeado de paredes deformes, parece un único
agujero negro que se abre como si fuera la entrada de una gruta
misteriosa.
Pensé en las minúsculas moscas del poema de la novia de mi amigo,
anidando en los oídos. Penetraban en su cálido y oscuro interior
transportando un dulce polen adherido a sus seis patitas, mordisqueaban
la rosada y suave carne, sorbían su jugo, ponían sus pequeños huevos
en el cerebro. Pero no logré verlas. Ni oír el zumbido de sus alas.
–Ya está bien –dije yo.
Mi primo se dio la vuelta, cambió de posición sobre el banco.
–¿Qué? ¿Qué tal? ¿Ha habido algún cambio?
–Por lo que he podido ver desde fuera no ha cambiado nada.
–¿Tampoco hay ningún indicio, por pequeño que sea?
–Pues, no. Está de lo más normal.
Mi primo pareció decepcionado. Tal vez había pronunciado las
palabras equivocadas.
–¿Te han hecho daño durante la visita? –le pregunté.
–No mucho. Como siempre. Todos te hurgan en el mismo lugar.
Deben de haberlo desgastado ya. Ni siquiera me da la impresión de
que la oreja sea mía.
–¡El veintiocho! –dijo poco después mi primo volviéndose hacia
mí–. El veintiocho nos va bien, ¿verdad?
Yo me había pasado todo el tiempo pensando en otra cosa. Cuando
le oí y alcé la mirada, vi cómo el autobús tomaba la curva de la
cuesta disminuyendo la velocidad. No se trataba del autobús moderno
de antes sino de aquel modelo antiguo al que yo estaba acostumbrado.
Al frente, colgaba el número 28. Me dispuse a levantarme. Pero
fui incapaz de moverme. Los brazos y las piernas, como si estuviera
en medio de una fuerte corriente, no me obedecían.
Entonces me acordé de la caja de bombones que llevamos aquella
tarde de verano al hospital. Cuando la novia de mi amigo abrió la caja,
no quedaba ni rastro de la docena de pequeños bombones, convertidos
en una masa pegajosa adherida a los papeles separadores y a la
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tapa. A mitad de camino hacia el hospital, mi amigo y yo habíamos
detenido la motocicleta en la playa. Nos habíamos tendido en la arena
a charlar. Dejamos la caja de bombones bajo el ardiente sol de agosto.
Y, debido a nuestra negligencia, a nuestra arrogancia, los dulces se
habían estropeado, habían perdido su forma, se habían echado a perder.
Aquel día, nosotros deberíamos haber sentido algo al respecto.
Alguien, uno de los dos, debería haber dicho algo con sentido, aunque
no fuera mucho, sobre aquello. Pero lo cierto es que aquella tarde,
nosotros no sentimos nada, intercambiamos algunas bromas estúpidas
y nos separamos. Nada más. Y dejamos atrás la colina donde proliferaban
los sauces ciegos.
Mi primo me agarró del brazo con fuerza.
–¿Estás bien? –preguntó.
Volví en mí, me puse de pie. Esta vez pude levantarme sin dificultad.
Pude volver a sentir en la piel aquella preciosa brisa de mayo. Luego
permanecí durante unos segundos en un extraño lugar envuelto
en tinieblas. En un lugar donde no existía lo visible y sí existía lo invisible.
Unos instantes después, el autobús 28 real se detenía ante nuestros
ojos y abría sus puertas reales. Y nosotros pasábamos a su interior
y nos dirigíamos a otra parte.
Apoyé una mano en el hombro de mi primo.
–Estoy bien –le dije.
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Tiojimeno recomienda... "Sauce Ciego, Mujer Dormida" de Haruki Murakami
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