Cata de Libros : Caín , Otra forma de hacer la Guerra.


Comenzamos una nueva sección de TJd en la que pretendemos animaros a la lectura, especialmente sobre temas jimenatos.
Para esta primera "Cata de Libros" hemos elegido un texto que cobra especial actualidad en estos días que se habla tanto de la Memoria Histórica.
Se trata del libro de Luís Vallecillo, "Caín otra forma de hacer la Guerra".Publicado por la Editorial Regueira en 1998.
Partimos de una crítica literaria del libro y les ofrecemos el primer capítulo.


Comentario sobre "Caín, otra forma de hacer la Guerra" por Manuel Peregrina del Río
"Me ha gustado mucho el libro. Y, además he aprendido cosas nuevas sobre la guerra. Es un libro que realmente aporta algo diferente a la visión que habitualmente y machaconamente nos intentan colar desde dos posiciones exclusivas: La república y el fascismo. Una vez más la sabiduría popular sobrepasa a "la oficial" dando en el clavo sobre lo que fue la guerra y lo que aún sigue siendo la vida. Mostrando que la vida es mucho más rica y compleja, mostrando la inteligencia basada en el sentido común, sencillo y claro de las cosas. Todo ello gracias a un personaje con un gran sentido del humor y de la solidaridad con sus semejantes. Jugó bien las cartas que le dejaron jugar, con inteligencia y pragmatismo. Gracias por haberlo escrito y que permitas que los lectores disfrutemos "suframos" de otra manera. Creo que has contribuido a que la gente sepa que "nuestro país" no cabe en un enfrentamiento civil bipolar, ni en otros muchos moldes que a menudo nos preparan, ni nosotros tampoco. Dale un abrazo de mi parte a Caín (comentaste que aún vivía). Es un gran ciudadano y tú también por haber escrito el libro. Pienso que no se puede escribir emocionando a la gente si uno no tiene esa misma emoción. No se transmite lo que no se tiene, y para mi el libro es parte de vosotros, de Jimena, de Andalucía y de aquello que llamamos España."


Caín,otra forma de hacer la guerra.

Luis Fermín Vallecillo Durán.




Prólogo.

Juro por mi honor que, antes de empezar esta novela, yo no sabía si los cipreses creen en Dios.
Ni el número de muertos que ocasionó nuestra guerra del 36. ¿Un millón?
Y todavía sigo sin saberlo.
Porque no me interesa.
Pero cuando Caín comenzó a contarme aquella serie de desordenadas aventuras de «su guerra», me picó la curiosidad y empezó a interesarme el tema. Si, tan solo una vez, hubiera opinado sobre las razones de cada uno, la justificación de cualquier disparo o la villanía de algún soldado, yo habría cortado la conversación y le habría preguntado cómo hace su mujer la increíblemente buena morcilla que vendía, cómo se cura la «ranilla» de una vaca, o...
Pero no hubiera escrito esta novela.
No fue así.
Descubrí en sus relatos aventuras asépticas de odio o dolor.
Entreví, desnuda, la insumisión pura. ¿Cómo se dice? ¿La pureza de la insumisión? Y contemplé, absorto, la cultura humana virgen.
Y, por eso, comencé una de las mayores aventuras de mi vida.
Lo increíblemente difícil.
El triple salto mortal.
Escribir un libro.
Y aquí lo tienes.
Por si te sirve para cambiar de opinión sobre tu amigo, el hombre.

Luis Vallecillo.


Dedicado a Lola
Ana María
Cristina
Y Jose Ángel.

I


Jimena de la Frontera es un pueblo como cualquier otro. Como todos los pueblos de España. La única diferencia es que es mi pueblo.
Y el que más me gustaba de todos los conocidos.

Cuando comienza mi historia, en mi pueblo, como en casi todos los pueblos del mundo, había cuatro tontos.
Pero con el que mejor lo pasábamos era con Miguelato. Iba casi siempre detrás de algún municipal con una porra en la mano, llevando el paso, con su poquito de cojera y acataba sus recados con toda presteza, orgulloso de servir a la Patria. Su patria era Jimena.
Sólo se volvía amenazando con su vara de adelfa cuando nosotros nos acercábamos por detrás y le gritábamos: ¡»rascapostes»!
Cojeaba un poco porque, hacía tiempo, mientras robaba patatas en el huerto de «El Papa», al lado del cementerio, estando agachado sacándolas con el escardillo, vio una gran araña que le subía por el pié y, cuando iba por el tobillo, la mató de un escardillazo. Miguelato cojeaba por culpa de la araña.

Cuando digo nosotros, me refiero a mí, Fernando, que tengo que hacer un esfuerzo para asimilarlo, porque siempre, siempre, desde pequeñito, he sido Caín, que me lo puso Ibáñez y lo acepté desde el principio. Después estaba Frasquito que tampoco lo conoce nadie por ese nombre, que por el nombre que él atiende es Potaje, hermano del famoso quinqui, Potaje, que desapareció en los montes y nadie ha sabido nunca de él. Por último estaba Luis Colao, un bruto genético que siempre decía lo que sentía.

Los municipales a los que seguía Miguelato, ya no llevaban sable como los de antaño, sino una porra de picha de toro, discutido invento del concejal José Gámez.
Este hombre era herrero, tenía una fragua y sus herraduras eran las mejores del lugar. Pero él quería perfeccionarse y se le ocurrió una gran idea. Luchó porque le nombraran concejal de asuntos interiores y, cuando lo fue (que entonces era como ahora, que no hay que ser muy inteligente para ser concejal), dictó una orden para que los municipales, que eran Melchor y Larguito, cambiaran sus sables por unas porras que, decía, eran menos peligrosas en caso de que el municipal se cabreara, cosa que ocurría a menudo. Y se hizo cargo de sus sables y de todos los que había de repuesto y fabricó con sus hojas, en su herrería, las mejores herraduras de toda Andalucía.
Por eso los municipales ya no blandían sables, pero los caballos trotaban de fiesta.

Justo teníamos nosotros la edad propia para que se nos permitiera jugar con Miguelato y para que nos dejaran, un poco a regañadientes, eso sí, entrar en los bailes. En Jimena tuvimos dos tipos de bailes: los de los fascistas, que entonces no eran conocidos como tales sino como los de la C.E.D.A., y se celebraban en la casa que está más arriba de donde vive ahora Manolo Gallego. Donde tiene la tienda de ropa Maribel. Aquello era el bar de Ibañez. Allí, durante el día se jugaba a las cartas, el que ganaba no pagaba el café y el que perdía la partida pagaba el café del ganador pero él no lo tomaba porque decía que «hoy no tengo ganas». Por la noche, los sábados, se organizaban los bailes donde para colarnos sin pagar, teníamos que ponernos serios.
Después de las elecciones, -unas elecciones que hubo que, me acuerdo bien, perdieron los fascistas-, los que habían ganado, los de la C.N.T., que eran de izquierdas, se podían permitir organizar bailes, pero lo hacían en la casa que está frente a Correos, donde vive ahora el sastre y aquello se llamaba el «Ateneo Cultural».

La gente formal iba sólo a un baile: el de su partido. Por eso los formales nunca sabían todo lo que pasaba en el pueblo. Por formales. Pero nosotros nos colábamos en los dos y notábamos que lo que era blanco en uno, en el otro era negro. Bueno, en realidad no era blanco o negro, sino rojo o azul. Pero de eso me enteré después.

Lo mejor del pueblo, lo más grande, incluso más grande que la sanmiguelá, era el carnaval. El año antes de la guerra, el último que se celebró, creamos una comparsa y cantábamos una copla que decía:
Apaches afanados somos todos nosotros
Como nuestros nombres se lo indicará:
El Nichi, el Limpia, el Tupi, el Foca
Esos cuatro puntos que presentes están.
Currichi y el Peque son los que le siguen.
Había que verlos en una exposición.
Lupi el pequeño, Niqui, el frescales
y el guapo de Melenas: nuestro director.
Tengo que comer las tortas en un sitio peligroso
Porque la vieja me mira como a un perro rabioso.




Y la íbamos cantando de puerta en puerta que era la costumbre. A mí me encargaron de guardar el dinero, porque yo siempre he tenido imagen de buen administrador: generoso en gastar y parco en sisar. O al revés, dependiendo de las circunstancias. Para ello me busqué un preciso, algo así como el de los panaderos ambulantes de hoy y allí iba echando las dos perras gordas que nos tiraban desde las casas donde dábamos la murga, para que nos fuéramos. Cuando ya teníamos un puñado, me dijo «el Chaveto» cuyo nombre artístico era «el Peque»:
-Echa a correr, te escondes y nos repartimos el dinero entre los dos.
Le guiñé y en la primera esquina salí corriendo calle abajo, cuidando de no resbalar en el empedrado brillante de usado, atravesé el puente Chico y me vine a esconder en unos transparentes que había en la Trocha a un kilómetro fuera del pueblo. Los demás me seguían dando voces. El Foca corría con la zambomba colgada al cuello (que era de las buenas, tardó un mes en hacerla, de pita, con el bitoque de arrayán, el carrizo secado a la sombra y el pellejo de gato) dándole rodillazos hasta que tropezó, calló de bruces encima de la zambomba y la despachurró.
Por fin me vieron y me rodearon en la oscuridad. Yo estaba metido en medio de los transparente, agazapado, procurando que una ramita no me dejara tuerto. Todos se callaron, inmóviles, esperando oír cualquier crujido de rama que les indicara mi escondite. Estuve más de una hora sin moverme y apenas sin respirar. Pero comprendí que ellos estaban dispuestos a invernar como estatuas hasta el verano si hiciera falta, así que me guardé un buen puñado de perras en el bolsillo y levantándome, le tiré el preciso al director increpándole:
-Toma, tonto, que yo no quiero el dinero, que sólo era una broma.
El «Chaveto» me miró con desprecio como diciendo: no se puede confiar en ti.
Y era verdad.

El castillo de mi pueblo está, como todos los castillos, en lo alto, cabeza del cerro. Y Jimena es como la piel de un zorro blanco que el cerro se pusiera de babero. Por eso, casi todas las calles de Jimena, que es mi pueblo, son pendiente, empinadas y algunas hasta resbaladizas.
En la parte alta, cerca por debajo del castillo, vivía Antonia «la Tostá».

Un día estábamos tomando unas copas Luis Colao, José Gómez, el director de la comparsa y yo en el bar de Ibáñez, el bar de los de derechas (pagaba el director que era el que tenía el dinero), cuando nos enteramos que Goico, amante furtivo de la «Tostá», estaba haciéndole una visita amorosa aprovechando que el marido de ella había ido al monte a arrancar cepas. Ya sabes, para las pipas, a dos pesetas la arroba si eran de brezo Turé. Porque hay tres clases de brezos, pero para hacer pipas de fumar, el brezo bueno es el Turé.
Sin pensarlo dos veces y empujados por el valor del vino, decidimos ir a estropearle la velada. Ya subiendo las calles llamábamos la atención por las carcajadas que dábamos.
Empujamos la puerta pero estaba atrancada (con la tranca puesta).
La aporreamos, pero no contestó nadie.
¡Cómo iban a contestar!
Así que tomamos carrerilla y al segundo intento, entre los cuatro, de un empujón la echamos abajo.
Salió la «Tostá» de su habitación dando voces pero nosotros la empujamos y nos metimos dentro del dormitorio. Nos cruzamos con Goico que se subía los pantalones dando saltitos que pareciera que hacía una carrera de sacos y lo empujábamos unos a otros hasta que pudo escapar y salir a la calle junto con la «Tostá».
Comenzamos a tirarles los muebles por la ventana como es obligado en estas ocasiones. Porque cuando se descubre un adulterio es eso lo que hay que hacer, que muchos no lo saben.
La cama no cabía por la ventana de ninguna forma así que la sacamos por la puerta.
Goico y ella daban gritos desde la calle:
-Sinvergüenzas, cabrones...!
Por eso es que saqué el cántaro por la ventana y se lo tiré a la cabeza de Goico , pero se agachó a tiempo y se reventó contra la mesilla de noche. Y nosotros, venga risas. Y ellos cada vez más cabreados. Sobre todo ella. Porque las vecinas se habían asomado a sus puertas al oír el escándalo y comprendían estoicas la situación.
-¡Cuando venga mi marido, se lo voy a decir!
-¿De verdad, se lo vas a decir?-Le grité riendo
Y Goico se quedó mirándola:
-Cállate, «zo peazo» tonta. ¿Se lo vas a decir a tu marido?
-Bueno, pero os voy a denunciar a la Guardia Civil.

Y así lo hizo.

Al día siguiente, ya dormida la borrachera, estábamos todos en el cuartel, delante del sargento, gorra en mano y las manos delante, donde se vean. El niño, agarradito a la falda mugrienta de la madre, le dijo:
-Mamá, estoy temblando.
-No tengas miedo, hijo, que esta vez no es por nuestra culpa y no nos va a pasar nada.
-No, mamá, si no es de miedo, es de frío.
Porque los cuarteles de antaño eran fríos como las caras de los que lo habitaban.
Soltamos todos una pequeña carcajada porque nos hizo gracia y eso fue un punto en nuestra contra por lo que el sargento estuvo un rato más escribiendo en aquella máquina negra y alta, que tampoco es que escribiera muy deprisa, que iba al ritmo del tambor de semana santa, mordiéndose la lengua en una esquina de los labios.
El sargento no se rió por lo del niño, que la guardia civil de antes no se reía. Pero tampoco nos mandó callar. Eso quería decir en el idioma del miedo que a él también le había hecho gracia.

Ocho mil reales nos costó la broma. Pero mereció la pena. Bueno, en realidad, sólo pagamos la mitad, que nos permitieron hacerlo a plazos, porque cuando llevábamos seis meses pagando, estuvimos un día tomando copas con el marido de la «Tostá» y nos perdonó el resto porque había encontrado un bache muy bueno de brezos Turé.

Pero fue por entonces cuando empezamos a oír cosas extrañas en el pueblo. Y empezamos a notar un ambiente enrarecido.

Por lo visto, las relaciones entre fascistas y republicanos se estaban poniendo cada vez más tirantes después de que los rojos ganaran las elecciones.
Yo estoy seguro de que la culpa de esto la tuvieron los bailes. Los fascistas no iban a los bailes de los de la C.N.T. y viceversa. En vez de hacer amistades entre ellos y arreglarse con unas copas como nosotros habíamos hecho con el marido de la «Tostá», se distanciaban cada vez más. Y el problema, deduzco yo, debía ser a escala nacional porque, como después verás, hasta hubo una guerra. Y la culpa, yo creo, la tuvo el que hubiera dos bailes. El no hablar, el no copear y, como me dijo uno, la incultura metafísica.
Y yo le pregunté:
-¿Qué es eso de la metafísica?
Y él me contestó:
-Lo que está después de la física.
Yo estuve un rato intentando comprender hasta que le contesté:
-Debe estar lejos eso ¿no?.

El alcalde se llamaba Telar y formó un escuadrón de caballería que patrullaba día y noche las calles del pueblo. Para ello requisó muchos caballos y puso las cuadras en los sótanos del Ateneo Cultural. Los dueños veían a sus caballos pasar, montados por otros, patrullando las calles y no les decía nada. Y eso a mí me extrañaba. Porque lo lógico es que les dijeran:
-Quillo, que ese es mi caballo, bájate de ahí.
Pero no les decía nada y eso yo no lo entendía, la verdad.

Hubo uno, cuyo nombre no voy a decir, que se encargó de requisar los caballos para Telar a cambio de una comisión por caballo. Pero, después, cuando llegaron las tropas de Franco, los requisaba para los fascistas por otra comisión. Ahí está el arte.
Yo no había oído nunca la palabra requisar. Bendita palabra que me rompió los esquemas, pero luego la utilicé durante toda la guerra porque los descubrimientos hay que explotarlos.

Quince o veinte personas, supuestamente de derechas fueron a parar a la cárcel. En los sótanos del Juzgado que tiene pinta de mazmorra medieval.

Habíamos oído que un tal Franco había venido desde Ceuta a Algeciras, en barco, con muchos, muchos moros y con ganas de pelea.

Yo recuerdo que en la entrada del castillo, en el Arco del Reloj, habían hecho una barricada con piedras y sacos de arena. Sobre los sacos habían colocado el palo seco de una pita apuntando al Peñón de Gibraltar para que los enemigos, si venían, creyeran que les apuntaba un cañón y tuvieran un poco de reparo.

Aquella mañana, septiembre del 36, vine con mi yegua desde la huerta Esquivel, donde vivía con mis padres, y me dirigí como casi siempre a la Plaza del Mirador a ver si me encontraba con Potajito porque se había comprado un potro, según me dijo mi hermano, y tenía ganas de que me lo presentara.
La Plaza del Mirador está en la mitad del pueblo, no en medio, porque, como ya dije, mi pueblo es como la piel de un zorro blanco, sino como si dijéramos, en el lugar que corresponde a la tetilla de en medio de la piel abierta de la zorra. Colgada al borde de un barranco. En medio de la plaza vivía una morera enorme que manchaba el suelo de tierra dándole un color violeta que nunca olvidaré, y en el tronco de la morera había, año tras año, un enorme avispero cuyos habitantes convivían con nosotros pacíficamente. En la esquina de la plaza estaba el pequeño bar de Menacho, donde pedí un dedal de aguardiente fiado.
Había mucha gente debajo de la morera charlando en grupitos pero yo no hacía más que estirar el cuello buscando a Potajito.

Y justo en ese momento es cuando empieza la historia de esta novela, que lo que he contado antes era una introducción o algo así. Como, si dijéramos, pintando el escenario donde va a comenzar el teatro. Como un prefacio, como el cigarrillo antes del trato. Y podía contar tantas cosas de la gente de mi pueblo que me olvidaría de la guerra.

Como los profundos y arriesgados pensamientos de Paco, el tercer tonto del pueblo. Llegó un inglés despistado al pueblo, con cara de gaviota, y Paco se fue para él y se puso a hablarle dando manotazos al aire, alrededor de su cabeza. En realidad sólo le estaba preguntando que qué quería, que si quería que le llevara el maletín. El inglés ya tenía de por sí una cara confusa, pero se le puso peor y algo así como de horror y salió corriendo y ya no se le vio más. Entonces el Toniza se acercó a Paco y le dijo entre risas:
-Paco no sabía yo que tú supieras hablar en inglés.
Paco se quedó mirándolo con desprecio y, después de pensarlo seriamente, le contestó:
-Yo no sé hablar inglés. Eso lo saben ellos que han estado en muy buenas escuelas.
Que no es que esto tenga importancia para ser escrito, pero describe el nivel, digamos, el alcance, digamos, la sesera del momento. La imaginación era desbordante pero el vocabulario no era muy rico y los circuitos de los sesos estaban tan marcados por deambular siempre por los mismos, que era imposible arrancar un pensamiento nuevo.

Casi todos los nombres que salen en esta novela son reales. Casi todos los nombres son ficción. Casi todo lo que cuento fueron hechos que sucedieron, posiblemente. Es el relato de un recuerdo que viví, trastocado por el tiempo. No he inventado nada. Sólo lo necesario. Es la historia de algo que ya no importa porque es una historia caducada. Pero pasó. Lo que le conté al escribano es lo que recordaba. Si él lo ha puesto en el mismo orden o en otro, yo no tengo la culpa. Pero tampoco importa. De todas formas yo no hubiera sabido hacerlo en ninguno.

Si te ha gustado este primer capítulo puedes conseguir el libro en la Gasolinera "Los Angeles" o envíanos un correo electrónico a tiojimeno@gmail.com e intentgaremos hacertelo llegar.

Nota de Tiojimeno: Sirvan estas páginas como recordatorio del "protagonista" del libro, Fernando Luque "Caín",recientemente fallecido.

Fotos: Tiojimeno.

11 de febrero de 2009
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