Laja Alta: Las naves detenidas...Por Mario Ocaña.


Quizás el viento de levante que había venido soplando sobre sus velas cuadras desde el comienzo de la singladura en las lejanas aguas del Mediterráneo Oriental, haciendo avanzar sus quillas sobre mares repletos de delfines, orcas y peces voladores, se detuvo de golpe en una de esas encalmadas absolutas y breves que preludian el rolar del aire al punto opuesto de la rosa de los vientos.

Quizás la flota se detuvo para hacer aguaje
junto a la desembocadura
de algún río o
a la sombra de la montaña
enorme que señala
las bocas y las lindes
del Estrecho o en
una cala oculta de fondos
arenosos y aguas
esmeraldas que orlan
la bahía sobre las que,
en años de mucha lluvia,
tintinean las aguas cristalinas al despeñarse
en cascadas desde lo más alto de
los valles circundantes.
Quizás los atrajo alguna columna de
humo en la costa, algún poblado indígena,
algún signo de vida en aquellas costas
remotas en las que intercambiaban cuentas
de vidrio, telas teñidas con múrex o
imágenes de ídolos geométricos que
protegían a los marinos de la furia del
mar, por pepitas de oro y trozos de plata
pura.
Quizás algunos marineros saltaron a tierra,
viajaron tierra adentro bajo el dosel
de bosques milenarios, observados por
ojos camuflados entre helechos más
grandes que columnas, y dejaron el
recuerdo, el grafitti primitivo, sobre la
roca desnuda.
O fue, tal vez, la admiración surgida entre
los habitantes de aquella tierra extrema al
contemplar aquellas naves nunca vistas
cuyas rodas habían roto la aguas entonces
vírgenes del Egeo y desde cuyos
mástiles los vigías contemplaron las costas
de Iberia, aún por explorar, y los
reflejos de la luna en un mar repleto de
leyendas, peligros y mitos, lo que les llevó
a dejar para la eternidad sobre la Laja
Alta de Jimena los perfiles esquemáticos
de los barcos de Oriente, de cuyas
bodegas y cubiertas habían surgido hombres
que hablaban otras lenguas, adoraban
a otros dioses y que les dejaron, a
modo de regalo, además del vino oscuro
y el aceite denso, el secreto de los signos
con los que las palabras, que antes el
viento movía a su antojo,
podían permanecer eternamente
quietas sobre la
piel del tiempo.
Debió ser por eso. Por
evitar que el recuerdo se
perdiera en el mundo del
ensueño, por lo que los
habitantes de aquellas tierras
--que los marineros
de Oriente consagraron a
Melkart, que luego fue Heracles y más
tarde Hércules-- grabaron sobre la piedra
para que ni el sol, ni la lluvia, ni el mismo
Crono los borrase, aquellos barcos largos
de proas curvas y popas elevadas, construidos
con recias maderas, con mástiles
de cedro, obenques de cáñamo blanco y
velas decoradas con signos nunca vistos
en los que, rondando el siglo VIII antes
del nacimiento de Cristo, llegaron --tras
recorrer mares ignotos poblados de bestias
innombrables, monstruos infernales e
islas encantadas por
hechiceras que transformaban
a los hombres en
sapos y culebras-- a las
costas de una tierra que
luego fue Andalucía, llevando
los fundamentos
de la más alta civilización
y la más clásica cultura de
aquellos tiempos.
Mario Ocaña.
Este artículo saldrá publicado en la revista Apunta Guia del mes de marzo.
Foto: Tiojimeno.

26 de febrero de 2009
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