En este año 2.009 que se prepara para despedirse, estamos metidos de lleno en una crisis que afecta claramente a muchas familias españolas y sobre todo a aquellas que tienen algún, o peor aún, a todos los miembros en paro. No digamos si se les ha acabado la prestación por desempleo. No obstante no están lejanos los días en los que nos hallábamos imbuidos de un consumismo rayano en el despilfarro, en el gasto superfluo. Un pequeño ejemplo de lo que digo es como muchas familias, siguiendo el cambio de las estaciones, se permiten hacer limpieza exhaustiva de ropa en sus armarios. Estas prendas, bien porque la moda les da la espalda, bien por cansancio del uso repetido de las mismas, se depositan en los contenedores distribuidos en distintos puntos de la ciudad para su reciclado.
Días pasados, al tirar la basura, una señora me hizo el comentario de cómo el contenedor del que hablo, se encontraba repleto y rodeado de bolsas rebosantes de prendas con apariencia de estar de buen uso.
De regreso a mi casa, y por asociación de ideas, mi mente me trasladó a los tiempos en los que la década de los cincuenta casi se dejaba relevar por la de los sesenta. Esos años en los que hubieran hecho falta muchos de estos contenedores atestados de ropa para Jimena. Aquellos días de escuela nacional, días de ración diaria de leche en polvo que yo envolvía cuidadosamente en papel de estraza y llevaba a mi casa. Cuando mi madre había reunido la cantidad que estimaba suficiente, nos hacía postre de arroz con leche. ¡Qué distantes y qué distintos el olor y el sabor del hecho con leche de cabra! En la comparación, ganaba el de toda la vida.
Cierto día, el maestro D. Antonio, nos anunció que los americanos habían mandado ropa para los niños españoles. A continuación vació una enorme saca en medio de la clase y nos dijo que cada uno cogiese la prenda que más le gustase.
De inmediato me sentí vivamente atraído por una especie de cazadora que adornaba sus mangas, abotonadura y filos inferiores con flecos, a semejanza de la que llevaba un héroe del cine de aquella época, Búfalo Bill. La conseguí, seguramente por la indiferencia de mis compañeros hacia la misma.
Nada más llegar a mi casa, envuelto en júbilo y en una inmensa sensación de triunfo, le mostré a mi madre la prenda, tras explicarle el proceso de consecución.
Ahora recuerdo su cara y me atrevo a adivinar los pensamientos que, por amor de madre, no llegó a expresar:” Cómo su hijo había malogrado la ocasión de disponer de una prenda útil para paliar la precaria situación de la economía familiar”.
Ni que decir tiene que nunca llegué a salir a la calle con la famosa cazadora al estilo de Búfalo Bill, pero sí logré mi propósito de emularlo al cabalgar con ella a lomos de un brioso corcel de caña en el huerto de la casa de mis abuelos maternos.
Es posible, si no han sido talados, que queden señales en los troncos del recio almendro, la frondosa higuera y el oloroso membrillo de mis virtuales intentos de abatir algún búfalo.
Martín Cano (Algeciras)
Emulando a Búfalo Bill... por Martín Cano.
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