¿Tendrán añoranza? ... por Martín Cano


Hola Ricardo: acogiéndome a tu amable invitación a asomarme a esa estupenda ventana que es TJD, te mando estos renglones por si estimas oportuno publicarlos. No quisiera dejar de pasar la ocasión de mostrar mi admiración por tu compañero de TJD , Antonio Sierra, a quién no tengo el gusto de conocer , pero del que sí he leído todo lo que tenía escrito en su blog, que por cieto ahora no encuentro. Considero que es un escritor jimenato brillante. ¿Tiene algún libro publicado? Para leer el artículo pincha en:


¿TENDRÁN AÑORANZA?

Tengo enmarcada y colgada por encima del aparato de televisión una fotografía de una de las calles de nuestro pueblo que contemplo a veces más que la pantalla. Se trata concretamente de la calle donde transcurrió gran parte de mi vida, la calle Consuelo (nombre de embrujo y misterio) en su confluencia con la calle Cruz del Rincón. Al fondo, el imponente vigía con su torre circular, siempre presente: el castillo.

El juego de luces y sombras proporcionan a la escena una belleza indiscutible. Dos niños llevan, cada uno por un asa, una garrafa forrada con empleita y uno de ellos, quizás intuyendo la presencia del fotógrafo, vuelve la cabeza para dedicarle una ingenua sonrisa.

Recuerdo con viveza como en este tramo el centro de la calzada estaba constituido por grandes bloques de arenisca, ya desgastada por el paso de las caballerías y el agua de lluvia de aquellos duros inviernos. Estas areniscas eran obligada e ineludible piedra pómez para tantos pies descalzos de niños y zagalones de ambos géneros.

Mis ojos de niño vieron como en algunos hogares el mobiliario de cocina se reducía a una lata grande de aceite reconvertida en fogón. Los pertrechos del aseo consistían en un banquete de corcho con un cucharro encima o en el mejor de los casos una palangana, posiblemente varias veces restañada por el latero. También vieron como en una habitación dormían padres e hijos tapados con sacos a falta de mantas o cobertores.

Pero una calle no son sólo sus casas, ni incluso los vecinos del lugar, sino tantas otras personas que transitan por la misma.

Mis ojos de niño también presenciaron desplazarse por ella el rumor de hombres destocados, tras un pequeño féretro, camino del cementerio. La ciencia local y la medicina de la época no pudieron con la pulmonía.

A diferencia de los niños de la fotografía, en los años de mi infancia, otros niños, harapientos, tiznados, descalzos o con zapatillos empeñados en mostrar los pies, bajaban agarrados a la falda de su madre o una hermana, que portaban una espuerta de picón para venderlo puerta a puerta, mientras se les hurtaba el derecho al juego y la maravillosa experiencia de aprender las primeras letras.

Otros pasaban por esta calle de feria en feria o cuando los traían para pelarse ya que estaban en el campo como porqueros, vaqueros, cabreros e incluso de paveros los más pequeños. Al igual que sus padres, estaban al servicio de la codicia de “señoritos” (porque en Jimena había señoritos y marcada diferencia de clases) que les explotaban por unas míseras pesetas o simplemente por la comida. Tampoco las adolescentes se libraban del servicio doméstico e, incluso niñas en la edad del juego, tenían que cuidar de otros niños de “bien” empleadas como niñeras.

Los niños del campo no entendían de Reyes Magos, ni de caballito de cartón , ni de coches o camioncitos de hojalata, ni siquiera de la posibilidad de admirarlos en los escaparates del pueblo. Sí eran precoces en el manejo de la honda, la chivata y el porro de acebuche.

En la época estival era frecuente ver a la chiquillería con sus cabezas rapadas e infectadas de postillas, estampa propia de cualquier película del holocausto.

Otros niños, quizás un poco más afortunados llevaban sus ropitas limpias, pero con pantalones remendados por innumerables sitios y camisas primorosamente recicladas de las de sus padres. Acudían a la escuela con su maleta, como le llamábamos en la época, hechas de trapo conteniendo la clásica pizarra, el pizarrín amarrado a un lado y el trapito para borrar en el otro.

Yo me pregunto si tendrán aquellos niños y niñas de entonces, hombres y mujeres de hoy, algún tipo de añoranza de la época que les tocó vivir en la Jimena negra y de penuria.

Martín Cano (Algeciras)

8 de septiembre de 2009
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