Artículo sobre el jimenato recien fallecido Esteban Fernández, publicado el pasado domingo día 5 en el Diario La Voz de Jerez y en la Voz Digital. "El cielo no podía esperar" es el título del artículo cuyo autor es Enrique Montiel de Arnaiz.
Hoy es el día en el que se ha publicado en el BOE la declaración del estado de alarma por parte del Gobierno ante el desproporcionado chantaje realizado por los controladores aéreos de toda España. Se han saboteado las merecidas vacaciones de miles de ciudadanos que huían, huíamos, de la crisis, de los problemas de tesorería, del quebranto de las cajas y de la madre que parió a los políticos y los bancos, ignominiosos culpables de este desastre de país en el que malvivimos. Pero no iba a hablar de sinvergüenzas y no voy a hacerlo. Hoy quería recordar a un hombre honrado y bueno, a un trabajador abnegado, humilde y cariñoso. A una persona absolutamente anónima, salvo en su pueblo. Su nombre era Esteban Fernández Lobato, su apodo, «el basurero».
Vivía en la localidad gaditana de Jimena de la Frontera con su amada esposa, Juana. Había tenido hijos para hacer un equipo de fútbol completo y llevaba ya algún tiempo pachucho. Este pueblo de la provincia, rodeado de alcornoques y riachuelos, de cuestas empinadas (como las de la Calle la Loba o el Caminete de Luna, donde él residía) estaba coronado por un bello castillo nazarí. Frente a él, un cementerio. En tiempos, allí se encontraban por igual casquillos de bala de los fusilamientos de la guerra civil y monedas romanas dispersas por el camposanto. Abajo, el pueblo. Conocí a Esteban y a Juana porque eran los padres de Marcos, compañero de clase y banca en la facultad. Amigo. Insistía en que fuese a conocer su pueblo, me hablaba de su luz y su frescor, de la chantarela, del piñonate y del Baño de la Reina Mora, y un día decidí enamorarme de Jimena para siempre; aunque a veces Jimena me ha odiado, son las cosas del amor. «Odi et amo», ya saben.
Habré ido a ese bello paraje una veintena de veces y siempre que pude pasé a saludar a ese buen Esteban, generoso y afable, inteligente con la inteligencia que te da la naturaleza y la vida, que me abría la puerta de su casa y me ofrecía quedarme a comer. Hace un año fui con la pequeña Claudia Lucía y estuvo jugando con ella. Esteban había adoptado una camada de gatitos y uno, cojito, no podía beber de su madre. Mi hija le daba caricias mientras el padre de mi amigo me explicaba que una rata le había comido la pata al animalito y tenía que cuidarlo hasta que pudiera irse. Lo tenía en el porche de su casa. Un año después se fue Esteban. Hoy, día de la sedición de los controladores aéreos, quería presentarle mis respetos. El cielo no podía esperarlo más.