En nuestra sección CATA DE LIBROS les ofrecemos un capítulo del libro "Retazos, Manuscrito encontrado en el Mentidero" de Jose Antonio Hernandez Guerrero, editado por la editorial jimenata "El Castillo de Jimena " de José Regueira.
Se trata del capítulo titulado "La Boda":
LA BODA:
Frasquita vino animada por los comentarios de sus vecinas y convencida de que, con una sola palabra del cura o, todo lo más, con una simple firma, se convertiría en una mujer casada por la Iglesia.
Ella ya no dudaba lo más mínimo de que cualquier gesto del cura era "bendito" y que, tras su visita, saldría con nuevos derechos sobre su pequeña casa y de que inmediatamente empezaría a cobrar los puntos y el "suicidio"1 y hasta una pensión por su Agustín, si un día, que Dios no lo permita, sufría un accidente o una congestión; vamos, si se caía de un chaparro o se moría de una borrachera.
Ella se había enterado de que el cura tenía mucha mano, que arreglaba los papeles de balde y que, sin necesidad de pasar por la iglesia -que no la había-, echaba las bendiciones a todos los que fueran a verlo a su casa.
Frasquita decía que, en realidad, ya estaba casada: que era la única mujer de Agustín desde hacía cerca de treinta años, desde aquel día en que cogieron el corto hasta Ronda y, en la fonda "Alfonso", se entregaron del todo y para siempre. Es verdad que las bendiciones no se las habían echado pero, qué más da, ¿no era bastante lo que le había dicho y hecho Agustín aquella noche?
- "Frasquita, to pa ti",
y ella le había constestado
"Y to lo mío es tuyo"
¿O es que Dios no lo ve todo?
Ella venía con la esperanza de que yo le arreglara de un tirón todos los papeles, y, si no había más remedio, que le echara la mitad de las bendiciones a ella sola. La otra mitad ya se la echaría a Agustín si lograba convencerlo, "que usted sabe, padre, cómo son los hombres".
Agustín, el "papafritas", como todos le decían, trabajaba en las "corchas" en La Almoraima, y venía a lavarse y a cambiarse de ropas todas las semanas. Había consentido que su mujer hablara con el cura pero con la condición de que a él no lo metiera en líos.
A él -me dijo después- no es que le importara demasiado que lo vieran hablar con el cura; lo que no aguantaría es que sus amigos, sus hijos y, sobre todo, sus nietos se cachondearán con él por aquella boda con tanto retraso.
"Sientiéndolo mucho -le dije a Frasquita- no puedo hacer de ninguna manera lo que usted me propone. O vienen los dos juntos, o no vale ningún papel. Además, tienen que venir acompañados de dos testigos".
Por la cara que puso Frasquita, saqué la impresión de que, con tales condiciones, no vendrían jamás, pero, por si acaso, cumplimenté el expediente matrimonial.
Había pasado algo más de un mes cuando una noche desagradable del mes de diciembre oí que llamaban suavemente a la puerta. Eran ya más de las diez y toda aquella zona, a la salida del pueblo, estaba totalmente oscura.
La verdad es que, al abrir, recibí una sorpresa: allí estaban, además de la pareja de contrayentes, Juan el carpintero -un viudo discretísimo de más de setenta años- y Karito, el soltero de oro, que trabajaba de arbañil en la Costa del Sol y venía los fines de semana para, entre otras cosas, presumir de sus ligues, en la barra del Bar Palomo.
De allí venían los tres varones con caras y con ganas de cachondeo. Varios días después, me enteré de que Karito -sin duda alguna empujado por Frasquita- le dijo sin contemplaciones a Agustín,
- "¿a que no tienes cojones de ir ahora mismo a casarte?"
A lo que Agustín contestó sin dudarlo
- "Ahora mismo voy si tú y Juan me acompañáis".
Y dicho y hecho: allí estaban los cuatro dispuestos a formalizar la boda, tras haber celebrado por adelantado el convite.
Ni que decir tiene que Karito, que también presumía de ser amigo del cura y de entender de cosas de iglesia, hizo de maestro de ceremonias: ordenó a los otros tres que se sentaran y a mí que trajera y firmara los papeles.
Inmediatamente dijo con tono convincente:
"ya nos podemos ir que está todo arreglado".
Debo reconocer que la escena me estaba resultando desagradable y que buscaba la fórmula adecuada para, sin violencias, transmitirles la idea de que aquellos ritos representaban algo serio y que había que hacerlos, al menos, con respeto.
Se levantaron de un salto y se dirigieron a la puerta. Con tono contenido les dije:
"Lo siento mucho pero, sin haber hecho las ceremonias como Dios manda, estos papeles no sirven para nada".
Entonces Karito, tomando la palabra otra vez les dijo:
"El cura tiene razón, ¿por qué no hacéis las cosa bien, joé?
Entraron de nuevo y se volvieron a sentar. Me puse sobre la sotana la estola blanca y a Juan el carpintero le di el crucifijo y a Karito el cubo de agua bendita y el hisopo.
Me arrepentí inmediatamente de semejante distribución de funciones pero no me atreví a rectificar: Karito me puso el suelo, el sofá Flex y el pequeño armario-biblioteca perdidos de tanto bendecirlos.
Cuando, con cierta solemnidad, empecé a recitar aquellas palabras del ritual preconcialiar, "Mirad, hermanos, que vais a celebrar el sacramento del matrimonio...", Frasquita, con tono enérgico, me interrumpió:
"¿Pero padre, no quedamos que íbamos hacer las cosas como Dios manda?"
Y con un gesto de dignidad, se levantó el delantar, se sacó un enorme velo negro y se lo puso sobre la cabeza. Durante toda la ceremonia y, al mismo ritmo que yo leía los textos litúrgicos, ella, alardeando de conocimientos de iglesia, repetía sin interrupción: amén, amén, amén, amén, amén, amén, amén,...
La ceremonia transcurría con normalidad hasta el momento en el que, dirigiéndome a Agustín, le pregunté:
"Agustín, ¿quieres a Francisca?"
Al oir estas palabras, el rostro de Agustín se encendió, se les desorbitaron los ojos y me contestó con indignación:
"¡Esto sí que ya no lo aguanto yo! ¿Vámonos de aquí!".
Los otros tres, tras dejar sobre el suelo los objetos litúrgicos, salieron rápidamente detrás de él al patio.
Entonces, Agustín se volvió y, ya con menor énfasis, me explicó:
"La verdad, padre, es que no esperaba que usted me iba a pedir que me declarara a Frasquita delante de estos dos granujas".
Tras un largo y espeso silencio, prosiguió:
"La verdad es que yo la quiero pero no me obligue, por favor, a que se lo diga en público. Usted sabe cómo son las mujeres que, cuando se lo creen, cualquiera las aguanta después"
Otra vez volvió a mediar Karito: "Total -dijo-, ya que estamos aquí ¿por qué no rematamos la faena?".
Entraron de nuevo y, esta vez con pícara sonrisa, Agustín le dijo a Frasquita: ¿A que vas a terminar saliéndote con la tuya? Bueno, pues.., te quiero".
Jose Antonio Hernandez Guerrero