La Feria de Agosto lloró... por J. Ignacio trillo


En esta feria de agosto del 2.011 se cumplen cincuenta años desde que aconteciera en Jimena el espectáculo taurino que significó una de las mayores tragedias de su historia. Plaza de toros del infierno, coso convertido en horrible trampa de chatarra mortal en aquel diecisiete de agosto de 1.961.


Todo empezó a las seis horas y cuarto de la soleada tarde. La plaza rebosaba, con más de cuatro mil espectadores. Un mano a mano entre dos novilleros que se encontraban en la cresta del triunfo. Completaba el cartel un rejoneador madrileño, Mariano Cristóbal de Miguel, que exitosamente hizo frente con sus caballos al primer novillo. Entre los toreros, un espada de San Roque, Rafael Pacheco, que minutos antes del hundimiento de la plaza había ingresado en la enfermería después de haber sido retirado en una parihuela por una cogida de su primer vacuno, el segundo que salía al ruedo. Mal augurio de entrada.

A continuación, el linense Carlos Corbacho, que triunfalmente, tras cortar dos orejas y rabo a su primera res, tercero de la lidia, esperaba con el capote al cuarto novillo que a punto estaba de salir al ruedo. Mientras, el doctor Argüelles de Algeciras seguía atendiendo en la enfermería al novillero sanroqueño al que le hubiera tocado hacer frente a este astado que ya estaba entrando al ruedo. Y en esto llegó la hecatombe. En un brevísimo instante sucedió el derrumbe total de la plaza.

Con celeridad pude observar a mis diez años, en forma de nebulosa como producto de un mareo, cómo la zona de la grada que estaba justo enfrente de mí se desvaneció en un segundo; e inmediatamente, en forma de abanico, todo el tinglado del coso taurino se desplomaba con dirección a ras de suelo. Yo estaba situado en la tribuna de autoridades, detrás de mi padre, por entonces alcalde de nuestro ayuntamiento. Sin dilación, sentí como un intenso terremoto a mis pies para inmediatamente hundirme. Fui cayendo de espaldas junto a los componentes de la banda de música que tenía al lado. Ellos, a la par que se desplomaban, impotentemente se agarraban aún por los aires a sus instrumentos.

¿Después? Me desperté de la momentánea pérdida de conocimiento, no sé sí por efecto de algún golpe. Mi cuerpo estaba atrapado entre hierros retorcidos y restos de maderas. Lo primero que pensé es que sólo había podido salvar mi cabeza; era lo único que me sobresalía de ese montón de chatarra. El cuerpo, que me quedaba pillado, rodeado de materiales, no lo sentía. A escasos metros, mi tía Rosario, apresada entre ese montón de residuos, me gritaba: “¡¡¡Niño, reza a la Reina de los Ángeles, que nos hemos salvado!!!”. Yo, aún medio atolondrado y haciendo caso omiso a su piadosa plegaria, quizás por mero instinto de supervivencia, nada de cualquier atisbo anticlerical o agnóstica, le repliqué, expresándole: “¡¡¡Tita, yo lo que necesito es un guardia civil que me saque de aquí!!!”. No sé quién lo hizo, pero cuando me incorporé a mi posición vertical observaba que la gente gritaba como loca y corría de un lugar a otro, errante y obnubilada.

Había cundido el pánico, y el nerviosismo a flor de piel se extendía por doquier. Muchos decían que huían del novillo que se había escapado. Otros, que buscaban a sus familiares. El recto larguero de la portería del campo de fútbol, en cuyo interior se albergaba el redondel taurino, ya no daba más de sí para mantener a quienes, colgados con la sujeción de sus brazos, lo cubrían de un extremo a otro. Estaba totalmente combado por el peso del gentío; no podía soportar más, sin romperse, a los numerosos aficionados que se engancharon del mismo para eludir las imposibles cornadas del vacuno presuntamente fugado.

Y es que seguían sin enterarse que Carlos Corbacho, con fastuosa destreza y valentía, lo había sentenciado con su espada. Lo hizo: apenas se dio cuenta del dantesco espectáculo que en un segundo le rodeó. Con sabiduría y frialdad mantuvo en su atención al novillo con el capote, mientras les gritaba a sus subalternos: “¡¡rápido, la espada!!, ¡¡la espada!!...”. En este sentido, irrumpió el banderillero de su cuadrilla, Antonio Duarte, que presto con el acero atravesó al ejemplar por donde pudo. Ya mermado de fuerza el joven vacuno, el maestro novillero entró a matar, y en un par de estocadas lo abatió, quedando letalmente sobre el ruedo.

Antes de retirarse, le dio tregua al diestro para acercarse a la barrera, acompañado de su cuadrilla, de cara a sacar a un espectador que se hallaba aprisionado por un tubo de hierro a la vez que solicitaba auxilio. A continuación, Corbacho marchó en dirección a la Pensión Cuenca, sita en el Paseo del pueblo, donde se hospedó aquella noche.

Con esta aclaración de la circunstancia que aconteció con el novillo, queda descartada la especulación, desde entonces extendida y mantenida entre los jimenatos de aquella época, de que fueron dos guardias civiles quienes con sus disparos terminaron con la vida del astado.

Mi prima Mari Luz nunca llegó a saber, cómo, en esa alteración colectiva que generó el inexistente vacuno huido, había llegado a subirse a la copa de un olivo en una parcela cercana para cuyo acceso había que atravesar la carretera que conducía desde La Estación a San Pablo. Además, lo había realizado sin darle respiro, ni tan siquiera, para quitarse los tacones y las medias que portaban -¡¡con el calor que hacía en ese pleno mes de agosto... !!-; y que era precisado que las llevara puestas como moderna niña pimpollo de la época.

Cuando por fin nos reencontramos toda la familia y comprobamos que estábamos ilesos, aunque con algún que otro moratón o contusión, la alegría fue intensa, abrazándonos y besándonos: era imposible contener lágrimas de emoción. Seguidamente nos subimos de inmediato al coche de don Rafael Rodríguez, director de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Jerez en Jimena, sin separarnos de mi padre médico. Cuanto antes debía estar presente en su consulta médica para así poder atender mejor a los heridos. No eran tiempos en los que se montaban hospitales portátiles.

En esa dramática peripecia fue lentísimo el avance del auto hacía el pueblo. Los paisanos bajaban en masa desde sus casas, calles y bares para reencontrarse con los suyos. En su ceguera de pánico y el poco hábito a los vehículos, nadie se percataba del pausado progreso del coche, un Austin modelo de los años 50, al que iban golpeando con sus cuerpos, ansiosos de saber cuanto antes el estado de sus familiares. Al final, el auto pudo comenzar a prosperar más diligentemente aunque ya estábamos entrando al pueblo por la calle Romo.

Y es que los que se habían quedado en el pueblo por haberse agotado las entradas del aforo, o porque no lo tenían entre sus planes, estuvieron acompañando al espectáculo desde la distancia; en sus azoteas, balcones o simplemente desde la intimidad del interior de sus hogares, compartiendo los aplausos, vítores y los radiantes olés que con gran entusiasmo, sobre todo en el primer toro de Carlos Corbacho, procedían del redondel taurino. Contaron que de pronto sonó como un fuerte crujido en seco, acompañado de un único grito colectivo desgarrador. Inmediatamente se hizo el silencio, dejándose de contemplar la estructura montada del coso de toros. No podía ser posible, ¿dónde estaba?; toda ella se había evaporado. El espanto de querer saber qué le habría acontecido a su parentela, los echó, de repente y al unísono, con dirección al encuentro.

Un minusválido del barrio de arriba, postrado en silla de ruedas desde hacía décadas, al enterarse de la siniestra noticia, abandonó su asiento y salió despavorido corriendo durante unos metros, justo el instante que tardó en darse cuenta del milagro que estaba protagonizando. Seguidamente, cayó ipso facto sobre el cemento del suelo firme. Otro, pero asistente a la fiesta taurina, corrió en sentido contrario, cuesta arriba, desde el lugar del anillo siniestrado –situada junto al silo del trigo a mitad de camino entre Jimena y La Estación- hasta alcanzar, un kilómetro después, la actual entrada al pueblo. Precisamente, en ese lugar, en el antiguo y bello jardín, preexistente al centro escolar que como barrera arquitectónica acabó con una de las más bellas imágenes de la fotogénica Jimena, fue cuando se percató de que sangraba fuertemente por su extremidad inferior: le faltaba un pie.

En la sala de espera de la clínica de mi padre, el blanco de las losas del suelo había dado paso al color rojo ante la extensa laguna de sangre que las cubría. Hasta las tantas de la madrugada estuvieron las ambulancias trasladando heridos con destino a distintos hospitales del Campo de Gibraltar y demás de la provincia de Cádiz. Hubo quienes, como consecuencia de la intensidad de lo vivido, se echaron a dormir en sus moradas con ciertas molestias, y se levantaron, ya con el cuerpo frío, sintiendo intensos dolores a consecuencia de haber sufrido fracturas óseas. En esa calamidad, mi madre, que estaba embarazada, abortó por los golpes que recibió en su caída en la plaza de toros. Así perdí al que podría haber sido mi tercer hermano.

Jimena fue tristemente en España la primera noticia de esa tarde-noche. Los partes, así se llamaban a los informativos radiofónicos como secuelas de la guerra civil que pareciera no tan lejana, de las veinte y veintidós horas de Radio Nacional, dieron cumplida y extensa referencia a esta desdicha.

En ese dramático ambiente existente en la consulta médica de mi padre, mi madre me sacó de la casa para no seguir viviendo u oyendo más escenas de horror. Momentáneamente me dejó en el domicilio del vecino Miguel Ruiz, sito en la misma calle San Sebastián donde vivíamos y lugar donde se había quedado mi hermano chico de dos años, Francisco Javier, mientras los demás nos desplazamos a contemplar el espectáculo taurino, incluido mi hermano Miguel Ángel que contaba con tan sólo siete años y que afortunadamente no sufrió percance alguno. Allí, en el hogar del vecino y sentado junto a una mesa camilla, fue donde tomé conciencia de lo que había ocurrido. Rompí a llorar profundamente por primera vez, no ya de emoción; había sido mucha la tensión acumulada, necesitaba liberar la rabia de impotencia contenida ante el desastre que nos embargaba.

Las primeras víctimas de la catástrofe fueron, como casi siempre suele sobrevenir en catástrofes de estas características, las más inocentes: niños de familias carentes de recursos monetarios que observaban el espectáculo de balde, a través de los agujeros y las pequeñas rendijas exteriores que dejaba la unión de los tablones que vallaban el círculo portátil de la plaza.

Un hecho muy comentado fue que Francisco, capataz de carreteras que vivía en La Estación, se había anticipado al suceso, prohibiendo que cualquier familiar suyo fuera a la corrida. Según decía, así declaró días antes de celebrarse el evento taurino a personas de su entorno, se había fijado meticulosamente cómo habían ido montando, pieza a pieza, de forma chapucera, los distintos componentes materiales del redondez. Vamos, que no se fiaba de la seguridad que ofrecía esa instalación volante. Otras lenguas comentaron que Francisco era muy asustadizo, siempre se había destacado por tener miedo a todo. El titular de la plaza instalada, era, ni más ni menos, que el famoso ganadero y rejoneador don Álvaro Domecq y Díez; en aquellas fechas, además de alcalde de Jerez, Presidente de la Diputación de Cádiz.

El diario Área del Campo de Gibraltar, sacó en portada la foto de los únicos, elemento y espectador, que no se cayeron con el hundimiento de la plaza de toros. Fue el mástil donde se lucía la bandera nacional así como el sacerdote Manuel Alegre, popularmente conocido como el Padre Alegre. En la milésima de segundo en el que tuvo lugar el derrumbe, le había pillado, también en la tribuna de autoridades, rodeando su brazo al poste que izaba la insignia rojigualda; así que, por mera intuición de conservación, al sentir que sus pies se hundían, se agarró vigorosamente a su madera. Con la negra sotana al aire, aparecía el cura en la imagen fotográfica sujeto con fuerza a lo más alto del tronco de la bandera; único elemento fijo que estaba anclado directamente al suelo firme y por tanto no era dependiente de la deleznable estructura anillada que se desmoronó. Se le observaba al clérigo en el retrato, tomado desde la superficie terrenal, como ángel faldero celestial, solitario en su desamparo, abrazando en las alturas, no a Dios, sino al poste sobre el que se desplegaba la enseña nacional. Si Berlanga o Almodóvar lo hubieran podido observar, seguro que esa escena les habría inspirado cinematográficamente para el rodaje de una surrealista imagen que encarnara lo que era una constante de aquella era franquista: la íntima simbiosis de los valores de lo divino con las esencias Patria.

Hasta la prensa inglesa se hizo eco de nuestro trágico suceso taurino, porque, además de la víctima gibraltareña que falleció, se encontraba, como privilegiada espectadora taurina por hallarse de vacaciones en el Peñón, mistress Julián Amery, hija del entonces primer ministro británico conservador “tory”, Mister Harold Macmillan, que resultó con magulladuras leves, y que se hallaba acompañada de su marido, Mr. Amery, que era ministro del Aire en el gobierno de la Gran Bretaña.

La feria de agosto de aquel año finalizó con este trágico episodio que llevó a las consultas médicas y hospitalarias a mas de 150 asistentes. La corrida prevista para el día siguiente, a la misma hora, donde iba a repetir el mismo rejoneador madrileño, Mariano Cristóbal de Miguel, y cuatro novillos más para que los torearan, Francisco García “El Carbonerito” de la Estación de San Roque, y José Mateos “Molinilla” de Algeciras, ya no pudo ser por falta de plaza de toros y sobre todo por espectadores con ganas de asistir.

Sirvan mis últimas letras de esta historia para rendir homenaje sentido a las siete victimas y a sus familiares que desde aquella tarde infernal de agosto, hace ahora medio siglo, dejaron anticipadamente de acompañarnos en vida.

Jimena de la Frontera, Feria de Agosto 2011.

26 de agosto de 2011
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