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Foto: J. M. Contreras |
Harina, levadura y agua con sal se mezclaban y se amasaba con los puños cerrados. Cuando ya estaba todo mezclado y la masa suave, cortábamos trozos que sobábamos para hacer las teleras. Se ponía en la tabla tapado por arriba y por abajo con un mantel y encima algo más de abrigo, a esperar que la masa se licue y crezca más del doble. Si hubiera que hacer más pan del previsto, el día anterior había que resentar, que era hacer más levadura. De cada amasijo se guardaba masa con la que se hacía la levadura. El horno estaba ardiendo con leña. Para saber si estaba a punto se miraba el techo. Si estaba blanco cenizado, estaba en su punto. Se barre con un utensilio conocido como el barredor del horno, que era un palo largo con un saco en forma de fregona. Se quitaban las ascuas y cenizas. El pan se metía con una pala de madera en el horno. Se tapaba la puerta del horno y si estaba muy caliente, por detrás tenía un boquete que llamábamos el bullón, que destapábamos y esperábamos a que se cociera. Si hacía falta se volvía a tapar. Es un arte lo mismo que el del carbón. El pan tenía que salir ni soso, ni salado, ni crudo, ni demasiado cocido. Era uno de los alimentos que si se te caía al suelo, le dabas un beso y seguías comiendo. El pan lo guardábamos en una espuerta y duraba 8 ó 10 días y nunca había pan duro como hoy.
El Niño Las Torres