El peligro de los demagogos, por José Antonio Hernández Guerrero


Si, por ejemplo, consideramos el número tan elevado de incendios forestales y la considerable extensión de hectáreas que se están destruyendo durante los meses de julio y agosto, llegamos a la conclusión de que sobrepasan los límites tolerables para un país que se tiene entre los diez más desarrollados y potentes del mundo y que debería llevar ya varios meses en operativa y previsora alerta máxima ante la posibilidad de que acaecieran sucesos de estas características. Y si, además, en nuestra reflexión añadimos el examen de la deficiente gestión de las crisis por parte del Gobierno y de la oposición, el resultado es tan letal que no comprendemos cómo todos no se han puesto a trabajar de manera inmediata y coordinada para encontrar soluciones eficaces.

La intensa sequía y los voraces incendios de este verano no son temas menores ni coyunturales. Por eso, desde todos los rincones de nuestra geografía hemos de clamar demandando unas actitudes responsables, unos comportamientos solidarios y, sobre todo, una buena gestión, un uso racional del agua y de la naturaleza, y, sobre todo, una mejor educación ciudadana. La sequía y los incendios no pueden ser “patrimonio” de demagogias políticas, de instrumentalizaciones partidistas, de exaltaciones ridículas de particularismos y de localismos, de enfrentamientos cicateros entre personas y comunidades, ni de hipotéticos graneros electorales. Ambas cuestiones exigen respuestas responsables, competentes e inmediatas de los gobernantes, planes técnicos previsores e inteligentes, dotación de las infraestructuras necesarias, iniciativas políticas de consenso y de integración, mayor respeto y atención a los intereses reales de los ciudadanos y mucha menos demagogia, negligencia, ineptitud y propaganda, por parte de todos.

Calificamos de demagógicas esas actitudes y esos comportamientos políticos que diariamente ponen de manifiesto el intento prioritario y permanente de conseguir el afecto popular o el incremento de adeptos incondicionales. Desde hace ya varios años, asistimos a una encarnizada disputa que, más que política, tiene en la actualidad aires de corral de comadres. Tanto los grupos que apoyan al Gobiernos como los que están situados en los bancos de la oposición nos demuestran que confunden el debate con la maledicencia y la polémica con el garrotazo verbal. Todos hemos comprobado cómo el hemiciclo parlamentario se convierte muchas veces en gallinero alborotado y en graderío airado de cualquier ultrasur balompédico. Si entendemos la política como la define el Diccionario de la Lengua Española -"el arte de gobernar los pueblos y de conservar el orden y las buenas costumbres"- deberíamos exigir que los políticos no sólo antepusieran el servicio al bien común sobre sus intereses partidistas o personales, sino también que dieran ejemplos de corrección en sus palabras, en sus gestos y en sus comportamientos. No es posible que pretendan conservar el orden y las buenas costumbres quienes, al mismo tiempo que presumen de representar la voluntad popular, caen en el sectarismo, en el insulto, en la chocarrería e, incluso, en la mentira. Aunque es cierto que el debate y la discusión son herramientas políticas que ayudan a lograr acuerdos beneficiosos y a adoptar decisiones favorables para el bien común de los ciudadanos, también es verdad que los discursos construidos con hirientes insultos contra los adversarios y con halagadoras promesas dirigidas a los electores, socavan los cimientos de la democracia. Ya Platón nos advertía que nos defendiéramos de los demagogos que, para conservar el poder, pretenden curar al enfermo sin dolor, sin ejercicios y sin dietas.

30 de agosto de 2012
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