Cuando Zapatero vivía en La Moncloa, la derecha llevaba una pancarta y un cartel de Novecento bajo el brazo. Incluso los conservadores y sus secuaces les afeaban a los sindicatos que fueran pusilánimes ante la pérdida de derechos sociolaborales que, como denunciaban incluso los empresarios, convertían a aquel controvertido presidente –diz que socialista– en una especie de Margaret Thatcher a la española.
Ahora, al Gobierno del PP le dan tanto repelús las manifestaciones y las huelgas generales que incluso está fraguando una ley que restrinja cualquier suerte de reunión a los campeonatos de brisca o que establezca la necesidad imperiosa de contar con autorización legal para los de petanca. ¿A qué vienen ahora dos huelgas generales en menos de un año?, se cuestionan sus voceros, una vez repuesta la gomina y revendido el antiguo casco obrero en el mercadillo del Charco de la Pava. En parte tienen razón: ¿cómo se le ocurre a los sindicatos convocar una huelga general en un país que roza los seis millones de parados y en el que ya casi nadie puede permitirse el lujo de trabajar?
¿Huelga la huelga? Ni siquiera cabe pensar que perjudique a la respiración asistida que el presidente Mariano Rajoy reclama a Bruselas para sortear el déficit que puede hacerle parafrasear en parte, de un momento a otro, a Barack Obama, y anunciarnos “lo peor está por venir”. Tampoco tendría por qué inquietarles este conflicto del miércoles a los patriotas ubérrimamente preocupados por la rotura de España, más que por su quiebra: por primera vez desde Felipe II, la Península entera se juntará como un puño.
Cuestan caras las huelgas, eso sí. A los currantes que las secundan y a quienes se les retrae más de cien euros por cada jornada de brazos caídos, en tiempos en los que ni existen ya cajas de resistencia ni Mapfre tiene pólizas de seguro para este tipo de circunstancias. Pero tengo para mí que resultaría mucho más caro no hacerla, quedarse de brazos cruzados en el balcón a ver pasar el cadáver del sindicalismo, de los viejos derechos cada vez más torcidos. Nos hablan de macroeconomía pero nos mangan camas de hospital y pupitres de colegio. Nos preocupan más las agencias de rating que nuestros hijos y nuestros viejos.
Los medidores de huelgas y manifestaciones sacarán sus termómetros el miércoles y decidirán, cada uno desde su trinchera, si tiene sentido o no una movilización europea como la que a trancas y barrancas se pretende. Comunitaria y pacífica. Lo que no tiene sentido es lo contrario: seguir jugando a los nuevos estados y a las viejas naciones, sin comprender que nuestra soberanía ya apenas cabe en un Lander y el euro es un pálido reflejo del marco alemán. Lo mismo, esta vez, para reprimir a los piquetes nos mandan a los antidisturbios de Francfort.