Mi Refugio Definitivo... por Andrés Macías


MI REFUGIO
Mi casa huele a jazmín, azahar y hierbabuena
es templo donde se rinde culto a la amistad;
eco del silencio y de la algarabía flamenca,
espacio que disputa el huidizo y cantarín mirlo
el gallo altivo marcando el cambio climatológico
o el irrepetible y afinado ruiseñor oculto en la mimbre,
celoso guardián del nido que su amada calienta entre ramas
Mi cueva,, abierta a todos los vientos y tempestades,
es jardín y huerto donde florece la impulsiva primavera;
donde marchita la flor del olivo verde y del granado rojo,
envueltos en mortecinas formas de hojas y troncos secos,
dispuestos a vivir la tristeza del frío y desgarrador otoño.

Mi refugio, enclave privilegiado en la linde del bosque
te aporta el susurro del agua cristalina del arroyo
que navega plácido entre zarzas y altos tarajes
buscando la erosiva complicidad de su más ancho río,
antes de enriquecer las azules salinas de la Bahía.

Mi hogar es recinto donde se cultiva la gastronomía,
parcela imprevista para ofrecer el homenaje amistoso,
ocasionalmente aplaudido por el crotorar de cigüeñas
o el revoloteo imprevisto y majestuoso de los buitres;
paisaje inequívoco y reminiscencia del pasado medievo.


Carece de alta espadaña o viejo campanario;
pero, sin embargo, recoge el tono del badajo acompasado
y procedente del vetusto reloj del torreón municipal,
que anunciara a los labradores vasallos de su entorno
la rauda recogida y defensa tras las viejas almenas
de un desvencijado castillo de origen libio fenicio.


Mi santuario es territorio impertérrito del solar medieval.
marcado por las suertes que delatan las viajes hileras de acebuches;
vigilado desde la cumbre del cerro de San Cristóbal
a la vez asiento de la torre del homenaje de un maltrecho vigía,
herido por los efectos iniciales de lanzas y flechas
o derruido y malformado por los posteriores bombardeos
de guerras innecesarias y dolorosas que marcaron nuestra historia.


No es un suntuoso palacio ni una pobre choza cubierta de brezos;
la diseñé obligado por la ruptura de inquebrantables lazos amistosos;
acuñados desde la infancia y convertidos en recuerdos imborrables de correrías,
juegos y disputas guerreras entre las bandas del barrio Alto o el Bajo.


La Jincaleta fue hospital improvisado para la curación de un perter,
el manantial donde brotaron y se afianzaron los afectos familiares;
allí crecieron y se soldaron los impulsos de grandeza y de poder,
controlados y definidos desde la humildad y la bondad heredadas,
y sede del amor a la esposa y los vástagos forjados con los años.

Mi solar fue soñado desde la infancia, recrecido durante la madurez
y moldeado sin grandes alardes por el esfuerzo y el tesón,
luego apuntalados con el cariño a un suelo, agreste y serrano,
monte y campiña diseñada por el espumoso río y gargantas afluentes,
cubiertos de jaras, centenarios quercus y vigoroso rododendros,
que rompen la hoya con bosques de galería, singular terruño,
donde dejaron huella imborrable mis antepasados y coetáneos.


Mi abrigo, envuelto por los tonos de un rojizo y lejano atardecer;
mi rincón, barbecho donde afloraron unas ideas liberales y progresistas,
es el emplazamiento idóneo y elegido para servir a un dictador,
obedecer a un monarca y, cuando la luna se oculte, morir republicano.


Andrés Macías
Enero 2013






19 de enero de 2013
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