EL PUEBLO DE ESPAÑA
Hace poco, muy poco tiempo, en el próspero país de España, sucedió algo muy extraño: una mañana, cuando sus gordos y satisfechos habitantes salieron de sus casas, encontraron las calles invadidas por miles de banqueros que merodeaban por todas partes, devorando, insaciables, el dinero de sus ahorros y sus bonitas y hermosas casas.
Nadie acertaba a comprender la causa de tal invasión, y lo que era aún peor, nadie sabía lo que hacer para acabar con tan inquietante plaga.
Por más que pretendían exterminarlos o, al menos ahuyentarlos, tal parecía que cada vez acudían más y más banqueros al país. Tal era la cantidad de banqueros que, día tras día, se enseñoreaban de las calles y de las casas, que hasta los mismos ciudadanos huían asustados.
Ante la gravedad de la situación, los políticos del país, que veían peligrar sus riquezas por la voracidad de los banqueros, convocaron al gobierno y dijeron: “Daremos cien monedas de oro a quién nos libre de los banqueros”.
Al poco se presentó ante ellos un inversor taciturno y desgarbado, a quien nadie había visto antes, y les dijo: “La Recompensa será mía. Esta noche no quedará ni un solo banquero en España”.
Dicho esto, comenzó a pasear por las calles de todas las ciudades y, mientras paseaba silbaba una música que encantaba a los banqueros, quienes saliendo de sus oficinas seguían encantados los pasos del inversor que silbaba incansable su música.
Y así, caminando y silbando, los llevó a un lugar muy lejano, tanto que desde allí no se acertaba a saber hacia dónde estaba el país.
En aquél lugar había un caudaloso río donde, al intentar cruzarlo para seguir al inversor, todos los banqueros perecieron ahogados.
Los políticos, al verse al fin libres de los voraces banqueros, respiraron aliviados.
Ya tranquilos y satisfechos, organizaron una gran fiesta para celebrar el feliz desenlace, comiendo y bailando toda la noche.
A la mañana siguiente, el inversor se presentó ante el gobierno y reclamó a los políticos las cien monedas de oro.
Pero éstos liberados ya del problema de los banqueros le contestaron: ¡Vete de nuestro país! ¿o acaso crees que te vamos a pagar tanto por tan sólo silbar?
Y dicho esto, los políticos del gobierno del país le volvieron la espalda riéndose a carcajadas.
Furioso por la ingratitud de los políticos del gobierno del país,
el inversor, al igual que hiciera el día anterior, empezó a silbar una melodía insistentemente.
Pero ésta vez no eran los banqueros quienes le seguían, sino los políticos del país, arrebatados por aquél silbido maravilloso, iban tras los pasos del extraño silbador.
Cogidos de la mano y sonrientes formaban una gran hilera detrás del inversor, que se los llevó lejos muy lejos, tan lejos que al igual que los banqueros no volvieron nunca jamás.
Y esto fue lo que sucedió, hace pocos, poquísimos años en éste desierto y vacío país, donde, por más que busquéis no encontraréis ni un banquero ni un político.
Diego Parra