Si profundizáramos en las enseñanzas de Evangelio y si fuéramos coherentes con su concepción del ser humano como valor supremo de la creación y como individuo único y diferente, evitaríamos la tentación en la que, con excesiva frecuencia, caemos incluso cuando, impulsados por sincera generosidad, ejercitamos algunas de las Obras de Misericordia. Me refiero a esa voluntad -a veces muy explícita- de intentar que los demás piensen, sientan y actúen como nosotros. ¿No es cierto que nos sentimos más cómodos con aquellos conciudadanos que, al menos en las apariencias, son idénticos a nosotros?
Por José Antonio Hernández Guerrero