De niño, mientras mi madre preparaba la cena, abría el Atlas Universal y viajaba cada noche a un país diferente siguiendo con el dedo aquellas rayas negras que serpenteaban caprichosamente por el mapa. Don José, el maestro, decía que eran las fronteras. Yo no encontraba explicación a que a Luxemburgo no le entrara en su territorio ni siquiera la L, mientras los rusos tenían que separar mucho sus cuatro letras para abarcar todo su poderío: U R S S.
Cerca de donde vivimos hay una de esas rayas negras. Desde la ventana de la casa de mi madre veo largas filas de vehículos; gente bullanguera -sin más empleo que la paciencia- que se busca la vida cruzándola una y otra vez; carteles que hablan del peligro que representa para nuestros hijos comprar tabaco de contrabando; banderas distintas, uniformes diferentes y una sensación de desorden y fugacidad que se repite cada día como si penetrara en el argumento de una película mil veces vista.
Claudio Magris decía “las fronteras son dioses que a veces exigen sacrificios de sangre, y la única manera de neutralizar su poder letal es sentirse siempre de la otra parte, y ponerse siempre del lado de la otra parte”.
So be.
Manuel Mata.