Asaltar los infiernos... por Juan José Tellez


Izquierda Unida tiene una historia y Podemos tiene una marca. Vivimos, desde luego, en tiempos tenebrosos en los que el merchandising de las apariencias suele lograr mucho más que el heavy metal de las ideologías. Unidos, de igual a igual, a lo mejor pueden asaltar los cielos, como soñara León Trosky. Cualquier hipótesis de rompan filas en una Izquierda Unida que entrara en pánico, la propaganda de la derechona, la sumisión a la mercadotecnia electoral, la prevalencia de los neutrinos sobre la paciencia de las estalactitas, puede conducirles en la dirección equivocada, hacia el asalto de los infiernos, que están que arden como el ayuntamiento de Brunete y a los que ambas fuerzas pretenden combatir.

Quizás no sepamos qué pueden hacer juntos los izquierdistas, pero sabemos perfectamente lo que quieren hacer aquellos que les quieren divididos y a los socialdemócratas lejos de sus supuestos radicalismos, como atruenan al unísono los voceros del conocido cantable de que viene el lobo bolchevique.

Desde Izquierda Unida, antaño, se acariciaba la idea del sorpasso sobre el PSOE, el adelantamiento político respecto a la formación mayoritaria del centro-izquierda sociológico de este país, desde 1977 o, mejor dicho, 1982, cuando ya se había consumado su renuncia al dogma del marxismo. Bajo dicha premisa, la de desbancar al felipismo, se llevaron a cabo extrañas maniobras orquestales en la oscuridad; como ocurriera con la malograda experiencia de la llamada “pinza”, durante la cuarta legislatura andaluza entre 1994 y 1996. La entente cordiale en el Parlamento de Andalucía, entre Izquierda Unida y el PP, logró obstaculizar el gobierno autonómico del PSOE hasta el punto de que su presidente, Manuel Chaves, anticipó las elecciones y logró formar gobierno estable con el Partido Andalucista, dejando en tenguerengue al Partido Popular y bastante noqueado a la formación que entonces lideraba Luis Carlos Rejón, tras suceder a Julio Anguita en dicho territorio.

Ahora, a la vista de los últimos resultados electorales, el sorpasso pareciera sufrirlo Izquierda Unida a manos de Podemos y de algunas de sus franquicias, por lo que tendría que abrirse un periodo claro de reflexión en el seno de esa coalición en la que, hoy por hoy, alumbran tres referentes con un discurso común en lo esencial pero sesgado en su estrategia: Alberto Garzón, su actual coordinador general, su predecesor Cayo Lara y Gaspar Llamazares, al frente de Izquierda Abierta. Todos ellos coinciden en el qué: en la convergencia con otras fuerzas de izquierda de cara a las elecciones generales. Les diferencia el cómo: ¿hay tiempo real para afrontar un debate interno en profundidad, o incluso la celebración de un referéndum entre la militancia que, con toda lógica, ha reclamado el líder asturiano?

No sería un buen negocio político liquidar sus siglas por derribo, cuando cabe preguntarse qué mejor denominación que Izquierda Unida para el proyecto que ahora se pretende propiciar, el de una amplia convergencia progresista. ¿Izquierda Unida? El desgaste de dicha expresión constituiría la respuesta más inmediata a dicho interrogante, olvidando injustamente su historia de resistencia, su capacidad de haber aglutinado en su momento desde la vieja militancia comunista a la izquierda del PSOE o algunas organizaciones ecopacifistas.

Desde su creación, IU es algo más que una tapadera del PCE, tras la caída del muro y la caída en desgracia de las herramientas,aunque fuera la cantera del PCE la que en gran medida monopolizara su dirección. ¿Qué cabe reprocharle? Falta de discurso, no lo creo. Si se echa un vistazo a sus actas, buena parte de los análisis de lo que ha ocurrido en este país durante los últimos treinta años estaba recogido en sus debates internos. Tal vez le falló la comunicación, o le faltaron tribunas para ello.

Demonizada hasta el tuétano por la derecha, salvo cuando servía a sus intereses, Izquierda Unida pareció acomodarse a interpretar papeles secundarios. Ahora puede sumarse a un proyecto que quizá y a pesar del optimismo de Pablo Iglesias no vaya a ser ganador pero que tal vez logre agavillar más votos que los que hasta ahora venía recibiendo el Este del PSOE. Sin embargo, ¿por qué debe renunciar IU a su identidad, a su historia, a su experiencia? ¿Para qué desvestir a un santo para vestir a otro con sus harapos?

Seguro que en la izquierda queda imaginación suficiente para que sus siglas, las de Podemos. Equo y quizá muchas otras viajen en el mismo barco sin que este naufrague. Ha sido posible en el caso de las elecciones municipales en listas plurales como Ahora Madrid y Barcelona en Comú. Quizá la legendaria denominación chilena de Unidad Popular no sería la más adecuada en el país del PP, pero su modelo no tendría por qué ser fallido, aunque desde los minaretes de la caverna los almuédanos del catastrofismo les lanzaran más invectivas ahora que proyectiles sobre el Palacio de la Moneda en 1973.

Después del Frente Popular de febrero de 1936, ¿se unió alguna vez la izquierda española más allá de los paredones y de las galerías de perpetuos? El contubernio de Munich también incluyó a la derecha democrática y terminó en desbandada. Durante la transición, hubo una fractura entre los partidarios de la reforma y los de la ruptura, los de la España jacobina de Ortega y Gasset o la del nacionalismo periférico. El 15-M demostró que era posible aglutinar a muchas izquierdas en torno a una misma indignación, la de las políticas neoliberales que iban a hacer pagar la crisis –como así fue– a quienes no la habían provocado, la clase media y la clase trabajadora. Fue una catarsis pero también un síntoma, el de que era posible sumar voluntades en lugar de dividirlas.

Ocurra lo que ocurra en estos días en el seno de Izquierda Unida, o en el curso de los pactos electorales o autonómicos; se llame como se llame la izquierda que se denomina transformadora acudirá previsiblemente junta a las elecciones de otoño, si es que se celebran en otoño.
Otra incertidumbre estriba en qué papel asumirá el PSOE. En los últimos días, los profetas del apocalipsis insisten en subrayar que los socialistas españoles siempre alcanzaron malos resultados cuando se escoraron a la izquierda. No es así: los peores resultados, los obtuvo el PSOE cuando José Luis Rodríguez Zapatero traicionó su propio programa y se escoró violentamente a la derecha entre mayo de 2010 y noviembre de 2011, en un bandazo que hizo descarrilar las ilusiones progresistas de quienes aplaudieron en líneas generales y salvo excepciones aisladas sus siete anteriores años de gobierno.

Ahora, los teleconservadores predican contra Pedro Sánchez, secretario general del PSOE, por pretender sumarse a vitolas antiguas o reciente de la izquierda, a la hora de sacar de los ayuntamientos, de las diputaciones y de ciertos gobiernos autonómicos al Partido Popular. ¿Qué ocurriría si no lo hiciera? Probablemente la única opción que le quedaría al centenario partido del otro Pablo Iglesias, sería una gran coalición con la derecha, al estilo alemán. ¿Sería eso lo que quisieran sus votantes? No parece reflejarlo así ni el CIS en su última encuesta sobre sus posibilidades de acuerdo en Andalucía.

No corren, desde luego, buenos barruntos en Ferraz. Haga lo que haga el PSOE, tendrá efectos imprevisibles. Es posible incluso que pueda perder la primacía de la izquierda española, aunque no parece que esa hipótesis sea viable a corto plazo incluso bajo sus parcos resultados en las elecciones locales. Entre sus posibles socios a la izquierda hay un sinfín de antisocialistas, tan sectarios como a veces fueron algunos sociatas desde sus cargos públicos u orgánicos, pero que les reprochan exageradamente ahora hasta la muerte de Manolete.

A los del puño y la rosa, a los del antiguo yunque con la pluma de la razón, no les será fácil entenderse con ellos. Sin embargo, ¿será menos difícil relacionarse con las únicas otras opciones que le quedarían, la de Ciudadanos o la del Partido Popular? No quiero pensar qué dirían desde Julián Besteiro a Francisco Largo Caballero, desde Ramón Rubial a Enrique Tierno Galván, si se les preguntase por semejante paradoja. Lo mismo volvían de la nada para apuntarse a Podemos, a Izquierda Unida o a cualquier otro partido que mantuviera la antorcha de su vieja utopía. Todavía hay proletarios, aunque esa palabra tampoco esté de moda. Sería cuestión de que se sumaran a ellos todos los que viven de sus manos o de sus entendederas, casi siglo y medio después de que Eugene Poitier lo prescribiera en 1871: “Debout! Les damnés de la terre!, Debout! Les forçats de la faim!. En pie los parias de la tierra. En pie, los forzados al hambre. La razón ruge en su cráter. Es la erupción del fin. Del pasado, hagamos tabla rasa. Pueblo esclavo, ¡en pie, en pie!. El mundo va a cambiar de base. No somos nada, somos todo. No hay salvadores supremos. Ni Dios, ni César, ni tribunos. Trabajadores, ¡salvémosnos nosotros mismos! ¡Decretemos la salvación común!”. O dicho de otro modo, agrupémonos todos en la lucha final. Aunque no sea final ni estén todos los que son.

7 de junio de 2015
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