Aprendí de Stendhal que no conviene envejecer sin un poco de gloria y un poco de dinero. Descartadas ambas cosas opté por vivir en mi tierra, que es donde nací. En Málaga el frío es el único huésped que no es bien recibido. Viene por pocos días, pero es un extraño. Mis ruidosos paisanos suelen decir eso de «qué día más malo, hace frío hasta en la calle». Son cuatro días, pero si bien se mira, también esto de vivir son cuatro días. Lo peor es que empleemos la mitad de ellos en derribar recuerdos. No ignoro que la esencia de las ciudades es cambiar. Si se estuvieran quietas, el tiempo nos parecería plano, pero llevo muy mal a mi edad que me descoloquen la memoria. Me queda muy poca gente a la que pueda decir eso de ¿tú te acuerdas de cuando...?
La manía arboricida debiera estar penalizada como el asesinato. Cuando se tala un árbol no sólo se deja manca a la brisa, sino que se amputa algún trozo de recuerdo y recordar, etimológicamente, viene de volver a pasar por el corazón. También la demolición de un edificio, en cuya esquina esperábamos a ella, atenta contra la memoria individual, que es la que más nos importa. Cuando se echa abajo un cine en el que el bueno montaba un caballo blanco y estaba siempre recién afeitado, siempre tiene razón el ayuntamiento, pero sufre el sentimiento.
