Los Lapices de Teresa


Cuando entra en la habitación para limpiarla, lo encuentra en el alféizar de la ventana, como si la paciente de la 312B no hubiera muerto aquella madrugada. Teresa siempre lo dejaba allí, siempre en el mismo orden, la caja de los lápices en la base, sobre ella el cuaderno, de lomo tan grueso como si fuera un libro, y encima un sacapuntas cuadrado, muy raro, con depósito y varias boquillas de diverso grosor.
–No me puedo creer que se lo haya dejado.


Milagros es auxiliar de clínica, pero después de 15 años de trabajo en hospitales tampoco sabe sólo de lejías y desinfectantes. En cuanto que la ve llegar, adivina que la chica de la 312B estaba mal. El diagnóstico que aparece en su ficha, más de tres líneas y media de palabras sólo vagamente conocidas, confirma su intuición antes de que el doctor Ramírez le ratifique que no saben lo que tenía. Una enfermedad rara, dice, degenerativa, en una paciente con una historia muy complicada.





Deja pasar una semana antes de llamar, para que su dueña tenga tiempo de echarlo de menos


Se llama Rosa y no llega sola. A su lado, desde el primer momento, está su hermana Teresa, tan parecida a ella como si fuera su melliza, sana, fuerte, sonriente en los buenos momentos y en los malos.


–Déjame a mí, déjame, no te preocupes…


La paciente de la 312B no sólo tiene una enfermedad rara, degenerativa. También padece episodios de ausencia absoluta en los que no se mueve, no habla, no responde a ningún estímulo, que alternan de pronto, sin previo aviso, con brotes de furia, en los que grita sin articu­lar palabra mientras intenta arrancarse todos los tubos. Está muy delgada, consumida por la enfermedad, pero en esos momentos saca de alguna parte una fuerza brutal y, si su hermana no está en la habitación, hacen falta dos celadores para reducirla. Pero eso casi nunca ocurre porque Teresa siempre está allí, está allí durante meses, de día y de noche, dormida y despierta, al lado de su hermana.


Sus padres vienen todos los días con su otro hijo y se quedan un rato, el que tardan en sentir que no pueden controlar el llanto. Rosa también tiene primos, amigos que no la abandonan, pero es sobre todo la hermana de Teresa, que sabe interpretar su voluntad cuando no la manifiesta, que conoce las palabras justas para calmarla, la manera de inmovilizarla para que no se haga daño ni pegue a los demás, sin perder jamás los nervios, sin llorar en público, sin venirse abajo. Cuando la crisis parece inevitable, coge el libro, su caja de lápices, el sacapuntas, y eso basta.


Al principio, Milagros cree que dibuja. Luego, mirando por encima de su hombro, comprende que no es exactamente así. Lo que hace ­Teresa es colorear, rellenar con la punta de unos lápices muy afilados pequeños huecos de grandes dibujos, ramos de flores de infinitos pétalos, pájaros con muchas plumas fragmentadas en decenas de par­tículas, animales con la piel estampada en círculos concéntricos, junglas espesas donde cabían todos los tonos del verde. Milagros nunca ha visto nada parecido. El libro de Teresa es una versión adulta, difícil, de los cuadernos para colorear de los niños pequeños, un pasatiempo que exige tanta atención, tanta precisión, que no le da tiempo a terminarlo en el plazo de la agonía de su hermana.





Una enfermedad rara, dice, degenerativa, en una paciente con una historia muy complicada


Esta mañana, cuando entra a limpiar la habitación, Milagros lo abre, lo mira y descubre que ni siquiera ha llegado a la mitad. Por eso, y porque la caja contiene 120 lápices de una marca extranjera, famosa, decide consultar la ficha de Rosa. Deja pasar una semana antes de llamar, para que su dueña tenga tiempo de echarlo de menos. Después, se queda atónita al escucharla.


–Son para ti, Milagros. Se me olvidó dejarte una nota, pero yo ya no los voy a necesitar. Espero no volver a colorear en mi vida, y como te gustaba tanto mirarme… Acaba tú el libro por mí, ¿quieres?


Esta noche, Milagros llega a su casa con el regalo de Teresa en una bolsa de plástico. Son casi las once, pero su nieto está vestido, sucio, sentado en el suelo, viendo la televisión. Su madre, que lo tuvo hace seis, tiene veintiún años y ha salido sin decir adónde. Su tío Jorge, el hijo pequeño de Milagros, ni siquiera ha aparecido desde que el niño volvió del colegio. Su abuela lo baña deprisa, calienta una sopa, hace una tortilla francesa, calcula el hambre que tenía por la velocidad a la que engulle, le acuesta, le cuenta un cuento y apaga la luz.


Después se va sola al salón, igual que ha hecho muchas, demasiadas noches, pero ésta, en vez de llorar, saca el libro de Teresa, sus lápices, y escoge un dibujo.


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16 de enero de 2016
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