La muerte de Umberto Eco a los 84 años ha venido a coincidir con la muerte del sueño europeo, claramente representada en esa Europa a la carta que ha obtenido David Cameron para que la metrópolis del viejo Imperio Británico siga dentro de un proyecto político, social y económico que cada vez tiene menos sentiddo. El filólogo, el escritor, el profesor creía que la Unión iba a cambiar de color gracias a la inmigración y que su idioma oficial era la traducción, el plurilingüismo. Eso sí, en 2010, temía que la Europa del futuro terminara pareciéndose a la Italia de Berlusconi. Y no iba desencaminado: “Antes se decía que el futuro de Europa sería Estados Unidos. Hoy, desgraciadamente, el futuro de Europa será Italia. La Italia de Berlusconi anuncia situaciones análogas en muchos otros países europeos: donde la democracia entra en crisis, el poder acaba en las manos de quien controla los medios de comunicación. Así es que no se preocupen por nosotros, preocúpense por ustedes mismos”.
A la Europa de las dos velocidades, se le ha sumado una tercera, la de la Europa privilegiada, al otro lado del Canal de la Mancha, cuya discriminación positiva ya puede leerse por escrito. La vocación unitaria de Europa, que nació de una guerra, se diluirá con la victoria definitiva de la globalización mercantil, sin otro armisticio posible que la paulatina destrucción de la clase media, rumbo al lumpen de los precarios y el ghotta de los cada vez más ricos: “Debemos recordar que es la cultura y no la guerra, lo que cimenta nuestra identidad –declaró Umberto Eco a The Guardian en referencia al futuro europeo–. Los franceses, los italianos, los alemanes, los españoles y los ingleses han empleado siglos en matarse unos a otros. Hoy, cuando disfrutamos de un periodo de paz durante setenta años y nadie parece dares cuenta de lo extraño que resulta eso. Es más, la simple idea de una guerra entre España y Francia, o Italia y Alemania, provoca hilaridad. Los Estados Unidos necesitaron una guerra civil para unirlos firmemente. Yo espero que la cultura y el Mercado común nos faciliten ese mismo trabajo”. La cultura no existe y el mercado común, como cualquier otro, se sustenta en la injusticia. Delenda est Europa, pero no lo sabe.
Euroexit.-
En las últimas horas, The Guardian, tal vez dedique más espacio al estatus especial que el primer ministro británico presume de haber obtenido de las autoridades comunitarias para evitar la salida del Reino Unido de dicho proyecto en común. A cambio del Brexit, pendiente en cualquier caso de un referendum, tendremos el Euroexit. La Unión Europea sale de sí misma. Mucho peor que el hecho de que Gran Bretaña permanezca o no bajo el paraguas comunitario, resulta la patética cesión al chantaje que la UE protagoniza en estos días sin rumbo. El mascarón de proa de tan llamativa rendición de Breda puede verse en la limitación de derechos a los inmigrantes comunitarios en las islas británicas, mucho mayor que el recorte de derechos sociales que ya se aplicó en Alemania a los emigrantes del sur de Europa. De cualquier modo, es tan solo la punta del iceberg del buen negocio que Cameron hizo esta semana en Bruselas y que tan divertido debió parecerle a Mariano Rajoy por el tono de su conversación con el premier británico.
¿Serán suficientes tales sacrificios humanos para calmar la ira de los dioses euroescépticos que ponen en jaque a David Cameron para que este ponga en jaque a todo un continente? Quizá tengamos que preguntarnos, a este lado del Canal de la Mancha, si es que hoy no hay muchas más razones para ser euroescépticos que para ser euroentusiastas. Umberto Eco, sin embargo, creía que los europeos nos reconcilíabamos con dicha condición cuando nos encontrábamos lejos de Europa: “Mientras estoy en Europa no me doy cuenta de ello y quizá tampoco crea en esa cultura europea, y cuando voy a París, pues a lo mejor me enfado porque los franceses son distintos o cuando voy a Madrid me enfado porque los españoles son distintos, pero si voy a Nueva York o a Texas, hacia media noche me es mucho más fácil hablar con un sueco que con un americano y también es más fácil hablar con un francés o con un español. Es decir, cuando uno se encuentra con otro en otro lado, en un mundo distinto, de pronto se entienden todas las cosas que nos unen: se entiende cómo a pesar de la diferencia de lenguas hay un trasfondo de intereses, ideas, valores y de cultura común”.
Un año para el TTIP.-
Vale que la tocata y fuga de Inglaterra, Gales, Escocia e Irlanda del Norte, que tendrá que decidirse en referéndum, arrastre consecuencias negativas desde el punto de vista económico, pero presumiblemente vengan atenuadas por el hecho de que dichos lugares no pertenezcan a la zona euro. En cualquier caso, a partir del próximo año si las negociaciones siguen su curso, el llamado Tratado Trasatlántico de Comercio e Inversión (TTIP) con Estados Unidos alterará presumiblemente nuestra economía hasta hacerla irreconocible.
Los partidarios del acuerdo entienden que será para bien, dado que se procederá a la eliminación de aranceles por lo que prosperarán los intercambios comerciales entre parte y parte. Sin embargo, sus detractores sostienen que supondrá un duro golpe a los amortiguadores ecológicos y sociales con que cuenta la Unión Europea frente al modelo estadounidense, proteccionista a menudo para con sus empresas, con un poderoso sistema antidumping para frenar la competencia exterior en la patria profunda de la libertad de comercio. Precisamente, el Buy American Act de 1933, que establece tan peculiares reglas de juego es uno de los grandes escollos de la negociación actual. Hay más, como la posibilidad de que las multinacionales norteamericanas desafíen los protocolos relativos al medio ambiente, en tanto que entraría también en juego el escaso control financiero que los estados mantienen sobre la acción bancaria en territorio UE. Por no hablar de los derechos laborales en el viejo oasis del antiguo estado del bienestar: aunque Europa imponga a Estados Unidos los estándares de la OIT, estos podrían quedar en agua de borrajas si se abren los mercados europeos a paises como China, Corea del Sur o Taiwan que sencillamente ignoran la libertad sindical u otras garantías reconocidas por la OIT.
¿Qué queda del estado del bienestar que era la principal bandera de Europa? La sanidad, cada vez más privatizada. Y la educación, también, con más tasas y con menos becas. Bolonia supuso una clara mercantilización del humanismo y la Unión o los gobiernos nacionales cada vez recortan más los presupuestos destinados a facilitar programas de intercambio universitario como Erasmus: “El programa de intercambio universitario Erasmus apenas se menciona en las secciones de negocios de los periódico –comentaba Eco–. Sin embargo, Erasmus ha creado la primera generación de jóvenes europeos. Yo lo llamo la revolución sexual: un hombre joven catalán conoce a una chica de Flandes – se enamoran, se casan y que se convierten en Europeos, al igual que sus hijos. La idea Erasmus debería ser obligatoria no sólo para los estudiantes, sino también para los taxistas, fontaneros y otros trabajadores”.
Un continente multirracial.-
El Reino Unido a lo peor nos deja, pero se quedarán países como Dinamarca –y su ley de joyas que expolia a los solicitantes de asilo–, Hungría, Eslovenia u Austria que tratan a los refugiados como si fueran enemigos a las puertas del Imperio Romano. Todo el ahínco que la Unión puso para colocar a Grecia entre la espada y la pared cuando Syriza le echó un pulso a la troika, se ha vuelto comprensión y guante de seda en la manifiesta vulneración de los derechos humanos que se lleva a cabo en dichos países comunitarios. Las naciones europeas, habitualmente sumisas con Angela Merkel, solo la han contradicho cuando ha pedido más generosidad con los refugiados: ahora, no parece importarles demasiado el islamismo turco, que antes impedía la adhesión de dicho país a la Unión, porque lo que se trata ahora es de mantener en dicho país a esa larga legión de fugitivos de los polvorines que nos rodean, desde Siria a Libia, Yemen, Eritrea, Irak o Afganistán.
Aunque el miedo se empeñe en poner puertas al monte, Europa será mestiza o no será. Umberto Eco creía que “Europa es un continente que fue capaz de fusionar muchas identidades sin mezclarlas. Así es como veo exactamente su futuro.” “En el próximo milenio, Europa será un continente multirracial”, remcalcaba frente al neofascismo que empieza a ganar elecciones en medio continente. Y, a pesar de los pesares, remachaba, con un inexplicable optimismo: “Los racistas son una raza en vías de extinción, como los dinosaurios”.
Frente a viejos prejuicios, como los que expusiera en su día su compatriota Giovanni Sartori, la Europa de Umberto Eco era la de la convivencia entre credos e incluso entre lenguas distintas, porque el autor de “Opera Abierta”, “Apocalípticos e integrados”, “El nombre de la rosa” o “El péndulo de Foccault” sostenía que “Europa nunca será Estados Unidos de Europa, un solo país con un lenguaje común. Tenemos muchísimos lenguajes y culturas”.
José Ovejero le preguntó en cierta ocasión si se reafirmaba en su creencia de que era compatible Europa y el Islam: “Bueno, habría que ver qué Islam y qué Europa. El Islam de los fundamentalistas kamikaze ¿sería compatible con nuestra Europa? No, como es lógico; además es un error decir «el Islam», lo mismo que es un error decir el cristianismo en general. Claro que es posible que se vea ahora una incompatibilidad, porque el Islam resulta visible por sus «picos» fundamentalistas; y, de la misma manera, tenemos el gobierno de Bush, que es un fundamentalista cristiano; y precisamente los fundamentalismos nos ocultan esa compatibilidad. En el mundo occidental ahora mismo parece que sólo existen estos extremos pero no es verdad; hay laicos europeos que nacen de la cultura cristiana y no son creyentes y son muchísimos; y también hay muchos laicos musulmanes, aunque lo digan en voz mucho más baja, pero se encuentran en la misma situación”.
Queda otra Europa, claro, más allá de las sedes parlamentarias, del euro sin rostro humano y de las directivas que sólo cumplen los más débiles. Es la de aquellos que siguen creyendo en la Europa de los pueblos y no de los mercaderes. La de aquellos que han convertido a la solidaridad en la única religión posible, desde Lesbos al Estrecho de Gibraltar, en los campos de confinamiento de refugiados de donde ahora sabemos que desaparecen miles de niños a diario, o en el corazón sin corazón de las grandes ciudades, donde el cuarto mundo hace tiempo que se dio de alta en el censo: “¿Está destinada a durar esta solidaridad? –escribía Umberto Eco hace un año–. No lo sé, pero ciertamente ha sido alimentada por la retorcida conducta de otros. En términos de su poder y de su ámbito, ¿será capaz de superar las oleadas de xenofobia que están recorriendo toda Europa? Quizá deberíamos recordar que las primeras comunidades cristianas eran diminutas en comparación con el paganismo dominante que las rodeaba. Esta nueva religión de solidaridad sin duda tendrá sus mártires y no tenemos que buscar muy lejos para darnos cuenta cuánta gente está dispuesta a derramar sangre para sofocarla. Pero quizá sea esa gente, y no los inmigrantes, la que no pasará”. Por más que Europa muera, europeos como Umberto Eco seguirán vivos durante largo tiempo.