La Gastronomía Jimenata ... por J. Ignacio Trillo


En el gaditano municipio de Jimena de la Frontera transcurrieron íntegramente mis primeros quince años -los más inocentes y bellos de la vida- que marcaron profunda y definitivamente mi personalidad. La ausencia física posterior, primero parcialmente en período escolar, obligada por la carencia de Instituto de Enseñanza Media, y luego, definitivamente, por razones de estudios universitarios y laborales, nunca impidió que mi pensamiento y corazón dejaran de permanecer anclados donde se fraguó mi origen.

Siempre tuve en mente que debía pasar un tiempo para ser nuevamente asiduo de mi inmensa patria chica. Quizás para que esa distancia me permitiera sacarle todo su jugo, para saborearlo mejor en el momento del reencuentro.

Nacho Estación tren Jimena
Visita a Jimena, 18 de abril de 2003

Sucedió a partir de la Semana Santa del año 2.003 cuando rompí tal promesa. Dispuesto y furtivo paseé nuevamente por sus calles y repechos; recordando a tantas gentes, a tantas cosas… como por ejemplo aquello de:

“Jimena tiene tres cosas

que no las tiene Madrid,

espárragos y tagarninas,

y cuestas para subir”.

En este sentido, apenas regresé, franqueé el pueblo, desde la entrada a través de la calle Sevilla y calle la Loba, hasta el Castillo.

Entonces, seguía esa joya, fenicia-romana-árabe, igual que siempre en su estado de abandono. Y a la bajada, por calle Sol hasta calle Fuente Nueva, me fui a almorzar al camping de Los Alcornocales, sito a la salida del pueblo por la carretera de Las Cañillas. Degusté carne de venado con chantarela, riquísimo plato actual de la asidua cocina local, pero extraña a lo que fue nuestra gastronomía tradicional.

chantarela venado
Carne de venado con chantarela

En tanto engullía, pasaban por mis recuerdos esas comidas tradicionales que saboreé desde pequeño, la mayor parte de ellas con plato fuerte único, sin obviar en temporada como aperitivo un preámbulo de caracoles.

La carta del menú  doméstico entre las familias, heredada del ancestro, gozaba de una cierta variedad. Entre otros, lo representaban el guiso de pata (con garbanzos, chacinas, carne y buche del cerdo, plantas aromáticas y especies), o de papas (con carne o legumbres); el puchero de tagarninas (cocido con garbanzos, tagarninas, carne de cerdo y tocino); cuando no, la olla con las olorosas coles de parecida cocción; ese gazpachuelo (sopa de mahonesa caliente, al que se le echaban trocitos cuadrados de pan frito antes de servirlos para que no se ablandaran) también llamada sopa de mayonesa; el salmorejo, tan distinto al cordobés, donde se entremezclaban las papas cocidas con picado de cebolla, perejil, aceite, sal y vinagre; si no, eran sustituidos por los espárragos trigueros, revueltos o en sopas.

Puchero con tagarninas jimena
Puchero de garbanzos con tagarninas, planta comestible que proviene de la palabra andalusí, “tagarí”, a su vez del árabe “tagrí”, significando: “fronterizo”. Sirvió a la población local, por su carácter silvestre, para matar el hambre en las épocas duras como lo significó la postguerra franquista

Igualmente, había otras recetas: las gachas (agua, harina, sal y trozos de pan frito, a las que algunos le añadían miel); los caldos, que también tenían su modalidad monográfica en el tomate con pan duro flotante; o la moruna (fritura de pimientos, tomate y cebolla, a la que se le añadían sardinas y aliños con el orégano, pimentón, aceite y un poco de vinagre)

Eso sí, como consumo en época estival, algunas veces acompañaba a todos estos platos la piriñaca, a modo de ensalada constituida por troceados de tomates, pimientos, pepinos y cebollas, aliñados con sal, aceite y vinagre; o el frío gazpacho majao (agua, migas de pan, tomate natural maduro, ajo, aceite y vinagre)

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Las huertas, a la derecha del río Hozgarganta. Año 1956

Y de postre, aparte de las frutas del tiempo de nuestras huertas situadas al borde de nuestro río Hozgarganta, entre el puente de la Pasada de Alcalá y la Tosca, compota (trozo de membrillo hervido, matalahúva y azúcar) Aunque, sobretodo y para rematar, acompañando ya al café de la sobremesa, lo nuestro era: el dulce de piñonate.

El piñonate estaba presente de igual manera en la merienda o asociado a las visitas de vecinos, previamente fijadas con motivo de alguna novedad acontecida en la familia, que eran bienvenidas en aquellos tiempos en que un día era interminable, cuando la televisión aún no había hecho acto de presencia, y donde se agasajaba, acompañando a ese dulce de algún licor anisado o reconstituyente. Este típico obsequio, deferente de Jimena, en caso de abusar de su degustación, obligaba al menos, a un posterior par de sorbos con abundante agua para hacerlo bajar.

piñonate jimena 2
El Piñonate

El piñonate nos acompañaba todo el año, más en Navidad. Elaborado con harina, aceite de oliva, huevos, aguardiente, canela, clavo, matalahúva y cáscara de naranja; ingredientes que se entremezclan batiéndose hasta conseguir la formación de una masa, de la que se hacen fideos que se fríen en aceite caliente para una vez troceados y deshechos ser posteriormente majados con el mortero, acabando con la creación de una pasta, muy apretada, que se sitúa en el interior de un molde impregnado de aceite  donde se procede a enfriar. Finalmente, se rocía con miel a punto de caramelo y se adorna con almendras fileteadas, piñones, grageas de caramelos y ajonjolí; constituyendo como producto terminado un delicioso peñasco que concluye inundándonos de calorías.

Resulta  un milagro que esta mágica receta de origen árabe, como acontecieron con otras tantas de muy diversa y compleja elaboración, haya llegado de idéntica forma hasta nuestros días.

En otras muchas meriendas que degusté en mi etapa de inocencia, tampoco nos faltaba una buena rebaná de pan untado con manteca de chicharrones, colorá o blanca, constituida por la entrepella y pella del cerdo bien frito, y con la que en esa primera etapa de la vida se nos mandaba fuera de la vivienda a caminar, mientras la devorábamos a cachitos por las calles, o en El Paseo, para que no siguiéramos dando más la lata en casa.

Frasquita La Francesa Jimena Churrería
La churrera, Frasquita “La Francesa”

También a destacar, a primera hora de la mañana para los desayunos, y antes de irnos a la escuela, la compra de tejeringos. Tenía lugar todos los días del año, hiciera calor, frío, tronara o lloviera. En este último caso de inclemencia meteorológica, se montaba un chambao cubierto que servía de refugio para que los goterones que bajaban del cielo no cayeran sobre el aceite y los clientes tampoco se mojaran.

En plena faena, mi atenta mirada de niño se dirigía a cuanto hiciera la churrera, Frasquita “La Francesa”. Vivía en la esquina de calle San Sebastián con la hoy denominada Jincaleta. Siempre vestía de negro y con un delantal, más corto que la falda, que empezaba siendo de color gris. Se situaba ante una considerable sartén que descansaba sobre un fogón, que solía ser un bidón de aceite o gasolina ya vacío y reciclado con estructura y patas de hierro, a la vez que dotado de apertura en la parte contrapuesta a donde la churrera se posicionaba para ser alimentada con el fuego de la leña o la madera.

Antes de que se calentara y llegara su punto el líquido vegetal depositado sobre el recipiente que servía para la fritura, cogía un artilugio metálico radiante, en forma de inmensa jeringa, de ahí el nombre de tejeringo, hueca en su interior y ayudada por un cazo rellenaba de masa de harina procedente de un gran lebrillo de cerámica de barro que estaba situado sobre una mesita auxiliar de apoyo y que estaba acompañada de una bandeja metálico donde situar los churros ya hechos.

Esta gran inyección con acabado cónico aparecía en mi imaginaria de infancia asimilable a un mini cohete espacial, de esos que en aquel tiempo empezaban a ser lanzados al espacio astral por rusos y americanos, que veía retratado en las portadas de los periódicos que entraban en mi casa. Eran tiempos de plena rivalidad en la Guerra Fría entre las dos superpotencias por la conquista del cielo, y donde el éxito inicial fue protagonizado por los sputniks soviéticos.

Asimismo, con mis pupilas observaba cómo la buena señora se colocaba a lo largo del brazo ese enorme tubo de latón con formato también de ampolla haciendo entrar un cilindro de madera acabado en forma de mango que se lo acoplaba a la axila con el que presionaba en el interior del metal, a la vez que circulaba el cuerpo en movimiento, para que las tiras de masa que iban saliendo y caían sobre el aceite hirviendo, haciendo redondeles concéntricos cerrados, rematados con un coscorrón en sus extremos, una vez asentadas en la sartén no quedaran pegadas entre sí.

A continuación, ayudado de un par de palillos, como los que emplean los asiáticos para comer el arroz, pero a lo bestia en longitud y de mayor grosor -después me parecieron los que empleaba el batería sobre la caja el conjunto musical que venía a tocar en “Los Tres Saltos”- iba moviendo y moldeando las tiras de masa para que adquirieran en su fritura el perfil del dibujo de una concha de caracol, al tiempo que les daba la vuelta para que se fueran dorando y llegaran, sin quemarse, a su punto.

En el momento inicial a la realización de la operación, cuando se había producido el contacto de los hilillos de la masa con el aceite ardiente de la sartén, se formaba un mar de burbujas que resonaban con estridencia, a la par que emanaba un aroma de especial olor, en tanto desprendía una nube de humo que cuando la dirección del viento se dirigía hacia mí, me envolvía, humeándome la ropa que portara y hasta me cegaba con lagrimeo el fijo examen ocular que siempre para no perderme un detalle andaba atento a la labor de tan diestra artesana.

Frasquita, se ayudaba también de los dos palillos para sacar del perol esas ruedas de churros ya doradas al gusto del consumidor, y que, tras un par de meneos para que escurrieran bien de aceite en la sartén, situaba posteriormente sobre la mesa auxiliar, procediendo a cortarlos en trozos con una gran tijera, para a continuación envolver la cantidad de tejeringos que el cliente demandara en papel estraza, también de color marrón oscuro. O bien, sin romperlo, atravesaba cada rueda con una cinta vegetal de palmito a la que le hacía en su extremo un nudo para transportarlo al aire libre. Y a huir, camino de la casa para que no se enfriaran, que se encontraba toda la familia impaciente, pendiente para el comienzo del desayuno.

Antes, con un par de pasadas de las manos de Frasquita por el delantal para secar los restos de aceite que pudiera tener impregnado en su piel, no eran tiempos de guantes de goma ni de carnet para manipuladoras de alimentos, cogía las monedas o los billetes que costaran y se los metía en dos grandes bolsillos, uno para la calderilla y otro para el dinero en papel, que portaba la prenda textil en la parte delantera a la altura de la cintura. Si el billete era grande, tras devolver la diferencia, lo metía en el cajón que contenía la mesa auxiliar donde se situaba el lebrillo de la masa y los utensilios de la operación.

También me servía esa larga cola de espera en que se realizaba la meticulosa faena, y en tanto me tocaba la vez, para ponerme al día de los nacimientos, noviazgos, bodas, bautizos y cotilleos varios que acontecían entre parejas o familias de la localidad. Hasta en ciertas ocasiones, llegué a escuchar algún desliz con prohibitiva connotación política relacionada con aquel proceso migratorio que sangraba a Jimena.

Emigrante dentro del tren
Eran tiempos en que todas las tardes, abandonaban los emigrantes a sus familiares con destino a países europeos

Así, recuerdo a una madre, tendera ella, a la que sus dos hijos para buscarse el sustento habían tenido que emigrar fuera de nuestras fronteras, en concreto a Francia. Una mañana, la vehemente señora, mientras guardaba la vez para comprar los churros, estalló de rabia al comentarse que otros trabajadores salían esa misma tarde con destino laboral al extranjero. Soltó una frase que se me quedó marcada, muy peligrosa para aquel momento dictatorial que vivimos. Aseveró en voz alta y a modo de suspiro, como para que todo el mundo se enterara, con tono de amargura e indignación: “Si Franco es tan bueno, un padre para los españoles como dicen, no mandaría a sus hijos a Francia o a Alemania para tener que trabajar”; a lo que la actitud cautelosa de una prudente vecina intentó de inmediato disuadirla para que no siguiera por esa arriesgada senda, ya con timbre baja, con un: “No digas eso, mujer, que te vas a buscar un enorme disgusto”.

Eran varias las churrerías que entonces amanecían en el pueblo. A pocos metros de “La Francesa”, ya en El Paseo, estaba la de la otra Frasquita, la de “Becina”. También en el barrio de arriba se establecían en el mismo horario matinal otras tantas.

carnicería lucas jimena
Carnicería

De otra, el discurrir en las carnicerías al mediodía era de parecida índole en concurrencia. Al acontecer en mis días vacacionales o los sábados después del desayuno, las prisas eran menores, y los contenidos de las conversaciones que transcurrían más frívolas, íntimas, e hirientes, como si al desarrollarse en un espacio interior quedaran más reservadas. El lenguaje, a su vez, más borde y soez, con habitual uso de tacos. Unas tras otras, las clientas, no eran tiempos en que los hombres iban a comprar ni la mujer salvo excepciones estaba incorporada al mercado laboral, se dejaban pasar el turno para así acabar de contar o escuchar las interminables historias que se relataban. Mi madre me mandaba con el recado de que comprara  carnes y embutidos para la casa y que me apuntaba en un trozo de papel. Me personaba a la que más cerca estaba de donde vivía, la de Lucas, situada en calle Larga. Los dueños de esa tienda, donde destacaba Dolores, la tendera, mientras su marido se dedicaba a comprar el género y la matanza, siempre me profesaban un gran cariño.

En este tertuliano itinerario para la adquisición de alimentos, no debo olvidarme de las panaderías. Lugares nocturnos, que en las calurosas noches estivales se veían asistidas como mirones o tertulianos de seres proclives al insomnio. Algunas veces, en épocas no escolares durante el estío, mientras mis padres echaban un rato al aire fresco con sus amistades esperando que se enfriase el interior de la casa; bien en una de las mesas del bar de Cuenca o de “Becina”, situadas en El Paseo, o viendo una película en el cine de verano; lo aprovechaba para introducirme en esas panificadoras.

panaderia jimena
Panadería 

Me encantaba ver todo el trasiego, desde cómo manualmente iban cerniendo la harina de trigo para la elaboración de la masa, su despiece y pesada, hasta continuar con el moldeo de las teleras a las que situaban en una gran bandeja metálica en forma alineada y muy ordenada. Asimismo, contemplaba la ulterior introducción, una y otra vez, de una larga pala de madera que en cada viaje llevaba, sobre su superficie, varios pálidos panes con destino al interior del caluroso horno cuyas paredes desprendían fuego, para, pocos minutos después, empezar a inhalar el rico olor que emanaba su iniciado cocido.

También recuerdo cuando recibían las panaderías de algunos vecinos la típica torta de aceite jimenata, para que aprovechando el calor de esos hornos se cociera por una módica cantidad dineraria o una propina. Ya venía desde las casas preparadas y extendidas en una bandeja metálica. Batido un huevo, se le añade aceite, leche, azúcar, harina y levadura, se invierte en el molde y se le esparce por encima más azúcar, canela y almendras.

torta de azucar jimena
La torta de aceite

Por ello, a mí me costarían estas visitas panaderas a algún que otro viaje espiritual complementario con destino a la divina parroquia para confesarme; teniéndole que manifestar al cura, tras la rutinaria ceremonia que servía de prefacio, lo que tenía aprendida de memoria para esta ocasión, dicha de carretilla, de un tirón y sin respirar:“Padre, he pecado contra el sexto mandamiento al oír palabras impuras sin haber hecho lo suficiente para evitarlo”. No obstante, a preguntas concretas del diácono, tal vez para sopesar la gravedad del hecho de cara a ajustar y cuantificar la descarga de oraciones como castigo para la penitencia, me escapaba con evasivas, eludía dar pistas, no entrando en detalles, no fuera que me prohibiera volver a frecuentar esos relajantes lugares que tanto me encantaba visitar.

Allí me sentía como muy macho y mayor; llegué a pensar que por qué no podía ser panadero cuando fuera mayor; comencé a planteármelo como pretendida profesión de futuro. Pero he ahí que en ocasiones, una voz interrumpía esa íntima reflexión; de pronto, los contertulios se daban cuenta de mi presencia, y dirigiéndose uno a otro, le decía: “eh, no sigas, que hay moros en la costa, que hay un niño delante”. Entonces, como ya no estaba el horno para bollos, cogía de carrerilla las de Villadiego y me iba a la otra panadería. Era señal de que en aquellas fechas ya comenzaba a encantarme el embrujo de la noche.

Sin embargo, lo que en el pueblo formaba parte del auténtico acervo local, asociado a la gastronomía y sobre todo a la bebida, lo constituían los bares, auténticos lugares de encuentro, predominantemente, de los varones a lo largo de la semana laboral y de las familias enteras los domingos.

Tampoco, en eso del sustento de los estómagos para surtirnos de materias primas, he de olvidarme del peculiar papel que jugaban en Jimena las recoveras y las corsarias, o en la venta ambulante: los pescaderos, el panadero, el dulcero y el heladero; o tampoco del ditero pero ya en el campo no alimentario.

Pero para esos recorridos por lo prolijo deberán ser objeto de otro relato.

3 de marzo de 2016
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