El Cine de Verano en Jimena ... por Juan Ignacio Trillo


Cuando empezaba la temporada de calor, se abría en Jimena el cine de verano. Mientras, la sala de invierno, o sea el cine Capitol, carente de aire acondicionado, inexistente e impensable que existiera o llegara algún día al pueblo, cerraba sus puertas a todos los efectos, con la única excepción de los días que durara la anual feria de agosto.


Ahora bien, con destino a la sala estival a cielo abierto iban espectadores no sólo amantes del Séptimo Arte sino igualmente los que huían de las sofocantes calores que invadían sus hogares, esperando como consuelo que a su regreso se hubieran al menos mínimamente refrescados. No obstante, antes de asistir a la función, la mayoría había tenido que hacer sus particulares cuentas dinerarias. Debían de comprobar que pasar por la taquilla y comprar un cartucho de pipas les resultaba más barato que pegarse dos horas consumiendo en los bares. Y es que todas las decisiones que se tomaban en aquel tiempo conllevaban primeramente lo que hoy se llama un estudio de viabilidad económica; o lo que era lo mismo: rascarse el bolsillo para comparar lo que uno se podía gastar según a qué sitio ir. Se atravesaba una época donde todavía duraban grandes penurias.
También, como nota diferencial, la abrumadora clientela de este cinéfilo espacio pertenecía al barrio de abajo; los del barrio de arriba, excepto los más peliculeros, preferían a esa hora tomar el fresco, o la calentura del sofoco que no había cesado, sentados en las sillas por aquellos que gozaban de un privilegiado rellano en sus afueras, no fácil en la Jimena de tantas cuestas, y las sacaban del interior de las casas para situarlas en los marchapiés (las aceras) de sus portales; y si no podían, las colocaban en los zaguanes. De camino, veían y saludaban a cuantos pasaban por la calle, en vez de tener que bajar la cuesta para recogerse a altas horas y encima tenerse que gastar unos cuantos cuartos, más si al día siguiente había que madrugar. Además, salía gratis. El pipo, conteniendo agua fresca de la fuente más cercana, o de El Regüé o de Gamero, es lo que se consumía y se ofrecía a los que se detenían.
El cine de verano al fondo. Previamente El Paseo antes de remodelarse y cinstrirse la actual plaza
El cine de verano al fondo. Previamente El Paseo antes de remodelarse y construirse en 1960 la actual plaza que desde 1979 lleva el nombre de la Constitución. Fuente: Ediciones OBA.













Las sesiones cinematográficas comenzaban tarde. Era una por día y tras el horario de la cena. Solía retrasarse esa última comida en las casas, no olvidemos que entonces existían fuertes meriendas. Lógicamente para iniciar la sesión también había que esperar a que se hiciese totalmente de noche y se refrescase un poco la atmósfera.
Del mismo modo, a diferencia de lo que sucedía en el cine de invierno, normalmente no existía un mercadillo de productos a la entrada de la sala. No era rentable para sus titulares. Así que, sí alguien deseaba consumir alguna chuchería en tanto transcurría el film se lo traía directamente comprado desde el cercano Kiosco de Ortiz, sito en El Paseo. Tan solo, cuando la sala estaba a tope de espectadores y ya iniciada, había un proveedor que con cubo de latón al brazo, conteniendo agua y hielo, recorría agachado las filas ofreciendo refrescos que era preparado por Ramito de la Estación en unas pequeñas botellas de cristal totalmente reciclables que había que devolver una vez consumidas y en cuyo extremo poseían unas pelotitas de gomas para dosificar su toma. En la entrada a la sala existía otro vendedor que previamente al inicio de la función con una improvisada mesa y buena navaja ofrecía higos chumbos a un módico precio.
Tampoco en este local había gallinero, solo el suelo y de tierra. Lo único alto era el Proyector encerrado en un cuartito techado con tejas al que se accedía por unos escalones exteriores que además no estaba suficientemente alzado por lo que era conveniente estarse quietos en la silla a lo largo del discurrir de la cinta y no moverse mucho para que las cabezas de aquellos asistentes de culillos de mal asiento no se vieran reflejadas cada dos por tres como sombras negras proyectadas en la pared del fondo oeste que servía como pantalla para la exhibición de la película.
En este cine de verano tampoco había escenario, se mantuvo excepcionalmente al inicio pero su coste lo desechó con posterioridad, ni butacas fijas, sino sillas de madera de tijeras como la de los bares y movibles solo por filas al estar por detrás apuntilladas cada una de ellas a una fina traviesa que las recorría y las fijaba unas con otras. Se retiraban al final de temporada para que no soportaran al aire libre las inclemencias meteorológicas de las demás estaciones del año. Y se trasladaban, almacenaban y encerraban hasta el año siguiente en los bajos del Cine Capitol accediendo desde la calle Romo a través de un gran portalón.
En en el círculo constructivo señalada, el cine de verano visto desde el Castillo.
El cine de verano cubriendo el fondo longitudinal con edificación achatada en su techo al descubierto detrás de la hoy plaza de la Constitución tras haberse hecho totalmente nueva en 1960. Fuente: Ediciones OBA.













Los primeros días que seguían a su apertura, ese espacio cinematográfico de verano ofrecía algunos inconvenientes. Espectadores que salían forzados y escarmentados antes de que acabara la película con las piernas o los brazos hinchados debidos a los efectos de los avisperos que se hallaban en el subsuelo o en algunas de las oquedades de sus paredes y rincones y cuyos enjambres se habían sentidos hostigados por extraños humanoides invasores a los que atacaban por considerarlos intrusos.
Otros presentes, en el momento de más tensión del film, serían afectados con el susto consiguiente por un porrazo al haber dado de repente y sorpresivamente con el culo en el suelo por haberse roto la silla donde posaba al tener podrida o apolillada su interna composición maderera y ser difícil su apreciación a simple vista.
cine capitol trasero
A mano izquierda, la puerta trasera del Cine Capitol por la calle Romo por donde cuando se cerraba el cine de verano por estas puertas se metían las sillas de tijeras que ahí se resguardaban hasta el año siguiente.

Conforme pasaban los días ya los propios espectadores se habían encargado de hacer el control de calidad de los asientos deteriorados. Igualmente, los insectos picadores y molestos habían huido volando con destino a una mejor estancia sin fastidios para no sentirse atormentados por los concurrentes así como por el nuevo ambiente ruidoso que invadía al entorno.
Las parejas de novios también se consideraban más vigiladas para sus menesteres relacionadas con la erótica de los atracones carnales, al estar ligeras de prendas y no llevar como tapaderas los abrigos, a la vez que por existir en las sillas una mayor permeabilidad visual frente a las opacas butacas que ofrecía el cine Capitol. Asimismo, por estar en presencia de una cierta contaminación lumínica procedente del exterior a sus muros o entrando desde las alturas producto del astro lunar que muchas noches distorsionaba la obligada oscuridad. Así, el mutuo o unilateral magreo filetón resultaba casi imposible.
Las películas en su inmensa mayoría debido al horario y a la calificación explicitada por la censura, política y eclesiástica, no podían ser vistas por los menores de edad, cifrada entonces su mayoría en veintiún años. En este cine obviamente no podía haber matiné para la infancia por el horario solar. Este pesar no significaba que a los chiquillos de entonces que nos encantaba la Gran Pantalla nos hallásemos deprimidos una vez que llegaban las fechas veraniegas. Por el contrario, era más que sobradamente compensado por la libertad de correr y deambular por la noche hasta altas horas sí los padres iban al cine, bien jugando en El Paseo o visitando además, como era mi caso, las panaderías en plena faena artesanal. 
No obstante, después de ser visionadas y a su forma, al día siguiente me contaba mi madre los pormenores del guion que había contemplado; lógicamente descargadas de las pecaminosas escenas que se proyectasen. Era tal el nivel de detalles de su narración, más la imaginación que yo le ponía, que cuando pasados años ya pude observarlas, recordaba el contenido de esas cintas como si con anterioridad las hubiese visto varias veces.
Cartel de la película "Psicosis" de Alfred Hictkoch que me tendría acojonado varias noches de insomnio tras contármela mi madre.
Cartel de la película, “Psicosis”, de Alfred Hitchkock que me tendría acojonado varias noches con insomnio tras contármela mi madre.

Como muestra, sucedió con el relato que mi progenitora me detalló de la película “Psicosis”, de Alfred Hitchcock; eso sí, con el inconveniente de tirarme un par de noches acojonado perdido, sin apenas pegar ojo, pensando en esa siniestra casa hotel donde Anthony Perkins irrumpiendo tras la cortina de la ducha no dejaba con su puñal presencia de huéspedes, ni títeres con cabeza, y encima conversando posteriormente con el cadáver de su sentada madre, siempre tan peinada y presente como putrefacta.
Pasado un tiempo, cuando ya de mayor fui conociendo con detenimiento el cine italiano identifiqué proyectada muchas de las huellas de nuestra entonces profunda vida rural jimenata. Incluso, más fidedigna que la recogida en la propia cinematografía en blanco y negro de nuestro país.
La trilogía fílmica, constituida por: “Cinema Paradiso”, “Padre Padrone”, junto a la `felliniana´, “Amarcord”, podía representar un claro prototipo como síntesis de algunos apartados de aquel vivir cotidiano.
Escena de la película "Cinema Paradise" donde el niño Toto se hace tan amigo del proyector de películas Alfredo, parecida a mi relación con Gonzalo
Escena de la película “Cinema Paradise” donde el niño Salvatore se hace tan amigo del proyector de películas, Alfredo Toto, parecida a mi relación en Jimena con Gonzalo Torres Saavedra.

En “Cinema Paradiso”, siempre me identifiqué con Salvatore, el niño actor. La complicidad que en esta película mantenía con Alfredo, el que echaba las películas como denominábamos, al igual que los hechos que con él le acontecían, era similar a mi vivencia con Gonzalo Torres Saavedra, el que proyectaba las imágenes en el cine de Jimena antes que Miguel Fernández Márquez “Minuto” se hiciera cargo del asunto.

Gonzalo Saavedra
Gonzalo Torres Saavedra.

Asimismo, en “Padre Patrone”, por las escenas de zoofilia que se exhibían; práctica que en el pueblo estaba más arraigada y extendida de lo que ahora alguien se pudiera imaginar. Bien por los adolescentes penetrando a las aves de corral, o por los mayores enganchados a la ganadería caprina o asnal.
También en “Amarcord”, por la delantera sobredimensionada que se visualizaba a través del abierto escote de la estanquera, modelo entonces de fijación prioritaria por el macho sobre la estética atrayente de las féminas. Del mismo modo, por cierto cura morboso que aparecía en el film en actitud cachonda, es decir con las manos en su masa, cada vez que oía desde la oscuridad del interior del confesionario un detallado pecado grave relacionado con el sexto Mandamiento.
Recordaba a otro calenturiento, soberbio y hasta pedófilo eclesiástico local. Aterrizó primero y salió luego escopeteado de Jimena por sus fechorías con los alumnos de latín que citaba a primera y a última hora del día, bien en la mesa camilla de la sacristía o en su casa parroquial sita en la primera planta del claustro de la iglesia del barrio de arriba, nuestra Señora de la Victoria. Igualmente, con los monaguillos a los que no perdonaba.
Prosiguió con sus hazañas sexuales en sus nuevos destinos, siempre a Dios rogando y con su mazo dando. Primero, en Ceuta, donde volvieron a pillarlo in fraganti en una obra, no religiosa sino de la construcción, con la sotana remangada entendiéndose en la intimidad con un albañil. Trasladado, por razones de nuevo castigo, a la diócesis católica más lejana, a Puerto Rico, aquí campó a sus anchas y larguezas. Hasta se echó un novio extraoficial continuando sin colgar los hábitos. Un cáncer fatal le hizo alcanzar la vida eterna. Sus restos fueron repatriados por el divino Vaticano con retorno al mismo vecino municipio campogibraltareño que le vio llegar en pelota al pecaminoso mundo terrenal que le tocó y que además convirtió en un valle de lágrimas para muchos menores. De esta manera, en su localidad natal recibió santísima sepultura por el párroco de la diócesis, no sin antes aparecer sorpresivamente acompañando a su féretro, en este caso vivito y coleando, un nuevo componente familiar: su pareja latinoamericana que le escoltó hasta su despedida final con destino al más allá. También de guión de película.
Entrando en los grandes calores estivales, coincidentes con los finales de julio y comienzos de agosto hasta la feria, pasaron también por ese escenario cinéfilo al aire libre algunas típicas giras folclóricas que se organizaban en verano. Era todo un gran acontecimiento. Para la ocasión, al principio se instalaba un escenario a modo de tablao, parecido al que figuraba en la caseta municipal, para resaltar a los flamencos y a sus acompañantes: guitarristas, palmeros y bailaores. Pronto, como su montaje y mantenimiento le costaba mucho dinero a la propiedad, duró poco ese tipo de espectáculo en este espacio. Fue relegado al cine Capitol que contenía la infraestructura adecuada y se hacía extensible igualmente a las fechas navideñas. El calor era paliado manteniendo las tres puertas de emergencia que daban a la calle Sevilla abiertas a la vez que se situaban algunos ventiladores para marear e intentar renovar el aire, que no para enfriarlo.
Molina Jimena cine verano aut
El famoso y legendario cantante, Antonio Molina, acompañado de su hija mayor, Ángela, y la cantante también de copla, Perlita de Huelva, saliendo al Paseo procedente de la Pensión de Milagros Cuenca, sita en El Paseo en la planta alta del bar de su hermano, Ernesto. Fuente: Ediciones OBA.

En esos días, pasaron por ambos cinemas, los mejores y más afamados cantaores flamencos del momento, como Juanito Valderrama, Dolores Abril, Antonio Mairena, Pepe Marchena, Pepe Maravillas, Angelillo, Los Paquiros, Rafael Farina, Pepe Pinto, Enrique Montoya, y sin que pudieran faltar: La Niña de Antequera, La Niña de la Puebla y La Paquera de Jerez.
El llenazo con dos funciones al día estaba totalmente garantizado. Aquí por el contrario, la mayoría de los espectadores eran del barrio de arriba, del barrio alto y procedentes de las pedanías, donde estaban más arraigados estos cantes y coplas.
Un silencio sepulcral de admiración y respeto recorría el recinto cinematográfico rectangular mientras se oían con brillantez sus inconfundibles voces. Estos lujosos carteles forzaban a que la pared principal del recinto ofreciera por encima de la cerrada taquilla el rótulo de: “No hay entradas”; no sin antes, haberse liado una rebujina en la proximidad de la ventanilla donde no faltaban los empujones para conseguir los últimos asientos.
Los carteles anunciadores de aquellas giras.
Los carteles anunciadores de aquellas giras. Fuente: Juan León Espinosa.

Este público mayoritariamente de mayores aprovechaba la ocasión para una vez terminadas las funciones de los cantaores irse al bar de Becina y tomarse los churros o buñuelos que con tanto amor hacia Frasquita Ortiz ayudada por los hermanos Carrión. Concluido este consumo, saboreaban, en caso de coincidir con la feria, la obligada tableta de turrón para a continuación darse una vueltecita de disfrute o subirse en los cacharritos, entiéndanse: las cunas, el carrusel o los columpios.
Asimismo, los días de feria no coincidentes con estos conciertos en vivo traía el dueño del cine, Antonio Ramos, de la mano de la gerencia situada en el matrimonio compuesta por su hija Eugenia y su marido José Sabau, películas de Juanito Valderrama, Manolo Escobar o de Lola Flores. Se representaban igualmente dos funciones pero en cada cine, tanto en el de Verano como en el del invierno. Para ahorrar coste, la cinta de la película era la misma, por lo que había que intercambiar los rollos entre las distintas salas, ocasionando a veces unos descansos más alargados de lo normal. Los que no asistían al espectáculo observaban con incredulidad cómo corrían por El Paseo los ayudantes con las enormes cajas metálicas a sus espaladas. Mientras, el público en el interior de cada sala esperaba impaciente al grito: “¡¡Que principieee… que principieee…!!”. En el caso del cine de invierno, la guasa se hacía más sonora al golpear simultáneamente, abriendo y cerrando, los asientos de las butacas.
Jimena, al igual que con los actores y actrices, bien de Hollywood o de Benito Perojo, tenía mitificados a los personajes que aparecían en escena. Más aún, subía la autoestima cuando se veían en carne y hueso por las calles del pueblo o subidos al escenario, como sucedían con esos cantantes y flamencos que además hacían cine español. Pero, como igualmente decía el título de la película de Mark Robson, “Más dura será la caída”- por cierto la última cinta que interpretó Humphrey Bogart antes de su muerte- así sucedía al despertar a la realidad.
Cartel de la película: Más dura será su caída" de Hamphry Bogart
Cartel de la película: “Más dura será su caída” de Hamphry Bogart.

Por similitud sobre el temario pujilístico que aborda, baste citar en el acontecer de aquel entonces, lo que le sucedió años después de su arrolladora presentación al fraudulento boxeador, José Manuel Ibar “Urtain”. Pues eso mismo sobrevino a los mistificadores espectadores con los mitificados protagonistas del cine y de la fama.
El posterior aterrizaje forzoso del espectador de la pantalla al transcurrir de aquella sufrida vida era muy duro, lo que acarreaba de inmediato comprobar que la realidad cotidiana era bien distinta a la cinematográficamente idealizada. Y en cuanto a los endiosados, el fenómeno se trasladaba en el tiempo, hasta que los fabuladores llegaban a verificar por sí mismos que los legendarios personajes que habían visto, acababan cayéndose de sus pedestales por la propia trayectoria de sus biografías.
En este relato, se pueden incluir prolijas historietas; tanto de actores y actrices españoles, como otros que salieron de Hollywood, la meca del cine, tan endiosados en aquella Jimena cerrada donde viajar a otro lugar, por infrecuente, aunque fuera a Cádiz, nuestra teórica capital, constituía una aventura.
Encaja anotar para confirmar cuanto digo, lo sobrevenido en tardía temporada a Sarita Montiel o a Marujita Díaz, tan idolatradas entonces, que acabaron en su tercera edad como patéticos rostros de la actualidad rosa ligadas a la cutre picaresca de unos jóvenes cubanos con exclusivos intereses peseteros; o el caso de Rod Hudson, caído de la peana como empedernido mujeriego.
Cartel de la pelíicula El Gigante que tato impactoó con ese pedazo de actores constituídospor Elizabeth taylor, rod hubson y james Dean, que tan pronto fallecería producto de un accidente de coche.
Cartel de la película estadounidense,”El Gigante”, que tato impactó con ese pedazo de actores constituidos por Elizabeth Taylor, Rock Hubson y James Dean que tan pronto fallecería, con 24 años, producto de un accidente de coche.

Porque el caso de la homosexualidad del guapera y varonil, Rock Hudson, otrora deslumbrante por su aura sensual, fatalmente fallecido por la peste de su tiempo, el sida, fue muy ilustrativo de cuanto sucedió, una vez que salió del armario e hizo caer por los suelos los sueños de toda aquella generación femenina, incluidas maduras señoras de alta cuna o dedicadas a sus labores. A la par, disipó del horizonte cualquier enojo acontecido en el pasado a esos maridos de alto copete que celosos perdidos no paraban de oír de sus queridas esposas, enganchadas como estaban a toda su trayectoria cinematográfica, lo elegante, educado y el bombón que habitaba en la figura del inmenso actor estadounidense. Ello llevaría, a que más de un varón se confrontase asimismo frente al espejo para salir estéticamente derrotado y acomplejado.
Como no podía ser de otra forma, no sólo para los niños, también para los mayores, mucha mitomanía de ese antier cayó por sus propios pies.
Haciendo las necesidades urinarias ante un muro
Haciendo las necesidades urinarias ante un muro













A destacar, asimismo, que el muro de este cine de verano daba al barranco, marcando el límite final de hasta donde llegaban las casas del pueblo, que en línea geográfica más al sur ya solo contaba con la Cantarería, donde se moldeaba el barro y se cocía, y mucho más abajo, La Tosca, que hacía islote en el río Hozgarganta cuando iba crecido de agua.
Pues bien, en tanto el Cine Capitol de invierno estaba dotado de unos aseos adecuados, el cine de verano en contraposición carecía de este elemental servicio, así que la pared en su exterior servía para que los más necesitados, también para los que daban paseos en su entorno o lo frecuentaban expresamente, pasasen a menudo para su uso como público urinario. Eso llegaba fundamentalmente a la hora del descanso y al desenlace de la sesión cinéfila.
Por entonces, todas las proyecciones obligaban a la realización de una pausa de varios minutos para proceder a cambiar e instalar un segundo rollo del fotograma, como parte siguiente de la película que se exhibía. Al instante de esa parada, la citada tapia se advertía ingentemente concurrida de repletas vejigas varoniles ávidas de evacuar. Las mujeres lo tenían peor: aguantarse, o en caso de infinita necesidad, ir al domicilio cercano de alguna conocida vecina para poner fin a la incómoda retención.
Ese papel de retrete público sin fronteras y sin techos, que jugaba el muro externo en las programaciones cinematográficas, se hacía extensible para gran parte del pueblo a lo largo de todo el día y durante el año entero. Era el lugar preferido de gentes que asiduamente, incluso encontrándose en el interior de bares cercanos al lugar y que contaban con servicios en su interior, lo frecuentaban para el desempeño de las perentorias necesidades fisiológicas surgidas.
En aquel tiempo, existía en muchas personas la dependencia de tener que realizar sus desocupaciones intestinales en un espacio al aire libre; si no, no lo hacían a gusto, según revelaban. Más de uno comentaba que si no sentía la brisa matinal del entorno en sus partes y posaderas le era anímicamente irrealizable conseguir dichosamente los resultados apetecidos. Esto quizás forma parte de un primitivo comportamiento de los seres humanos, asumido como antojo por su reiterada práctica desde generaciones anteriores. Del mismo modo, acontece en otras especies vivas. Así se observa, con las distancias debidas, en ejemplares de compañía, que habiendo sido educados para no realizar sus evacuaciones y excreciones en el interior de los domicilios van a la búsqueda de zonas verdes o terrizas, huyendo del cemento o del asfalto donde les es psicológicamente menos grato ciscarse o defecar.
A fuer de poder ser tildado de escatológico, por pertenecer a hechos realmente sucedidos debo narrarlos para que quede constancia, si no lo cuento se desvanecería de nuestra memoria colectiva como ha ocurrido con otros tantos episodios del ancestro que han llegado a perderse, o bien se han recuperado pero siglos después tras una fortuita cata arqueológica que seguro que en este caso, si hubiera una futura aparición de estos residuos humanos ya petrificados, asombraría a sus autores y tal vez obligaría a una cumbre internacional para su simulación interactiva.
Figuración del interior del cine de verano
Figuración del interior del cine de verano
Así, esa letrina colectiva situada a espaldas al cine de verano, tenía sus propias complejidades logísticas. Ofrecía mucha dificultad para encontrar un lugar virgen donde no estuviera presente una huella humana anterior. Además, rematada la faena, cuando se había tratado de obra mayor, el papel de limpieza lo hacían las propias piedrecillas esparcidas en el lugar, que no era fácil que se encontraran de primer uso, y como colofón, la arenilla de alrededor que cumplía un rol parecido al de los polvos de talcos, con diferencias de calidad comparativas. Todo ello sería impensable hoy en día, pero acaeció. En la misma dirección, el relato que viene a continuación, real aunque más bien pareciera cinematográfico.
Una madrugada, Miguel, en esta materia y en ese lugar, daría un gran susto a cuantas personas le acompañaban en el bar Becina. Su abuso etílico en ese establecimiento le llevó a esas altas horas a sentir de pronto ligera sus tripas. Sin decirle nada a los que compartía la fiesta, se ausentó. Se fue con destino a ese mismo muro del cine de cara a efectuar una íntima operación. Pensó que sería para un breve momento.

El mal estado de equilibrio personal que ofrecía Miguel, la accidentalidad orográfica del sitio y la oscuridad de la noche, no eran los más propicios para que lograra un estático posicionamiento en cuclillas de cara a su satisfactoria deposición. Llegado al punto elegido, tambaleándose en su exceso delirante, no tenía forma de situarse en volandas sin el temor, más temprano que tarde, de caerse al suelo, clavarse lo que hubiera o rodar para abajo por la pendiente de la cancha, incluso antes de haber empezado la evacuación deseada. Por ello, a pesar del ciego que portaba, tuvo suficiente tacto y paciencia para formar dos montones de piedras donde descansar de forma estable cada uno de sus cachetes, quedando un hueco entre medio donde pudiera quedar expulsada su boñiga sin mancharse. Y de respaldo, utilizó la propia tapia del cine.
Pues bien, pasado un tiempo, cundió el temor en el bar entre los que compartían el peo con él. Comenzaron a echarlo de menos. De haber ido a algún sitio, pensaban, no eran horas de mandados, tardaba en demasía su vuelta. A continuación, se aseguraron que no se había ido a su casa a dormir la mona. “Miguel no es así, nunca se va definitivamente de un lugar sin despedirse, y menos sin pagar”, comentaron.
Alertados en la pista por un paisano que casualmente pasaba por allí. Dijo, habérselo cruzado hacía ya una media hora con notoria ebriedad, caminando a la par que balanceándose, posicionándolo a la altura del barranco de basuras que lindaba con la casa de Los Canarios al final del Paseo.
Situación de los cines de verano y cine Capitol de invierno, a mitad de esa distancia y en círculo irregular la zona de búsqueda del desaparecido Miguel
Situación de los cines de verano y cine Capitol de invierno marcados con flechas, a mitad de esa distancia se encontraba a mitad de camino y en círculo irregular la zona barranquera de la búsqueda del desaparecido, Miguel. Fuente: Ediciones OBA.

Temiéndose lo peor, se emprendió de inmediato su búsqueda ya con el refuerzo de la Guardia Civil que prontamente fue movilizada. Al pensarse que se hubiese despeñado por esa accidentada ladera, se incrementó el despliegue con la ayuda familiar. El amplio dispositivo de búsqueda puesto en marcha, que llegó rastreando más abajo de la Cantarería y al oeste hasta las rodaderas que dan al Puente de la Pasada de Alcalá, resultó totalmente infructuoso. Ni rastro del paisano.
Además, Miguel seguía sin dar señales de vida en su domicilio particular. Se temía lo peor, hasta que al iniciarse el amanecer un cabrero con su piara de animales lo descubrió. Miguel había caído profundamente, no rodando por la ladera del barranco y enterrado en la basura sino, en el sueño de los borrachos. Roncaba de maravilla con los calzones caídos y el culo al aire. Se hallaba en la misma posición sentada que se había montado para satisfacer su urgente necesidad. Se había quedado involuntariamente dormido apoyado en la pared del cine de verano como si se hubiese planteado aprovechar el instante, no para lo que iba sino para volatilizar con el sueño de un guión cinematográfico su etílico cebollón. Para un documental de humor negro.
En aquel entonces, las pétreas chinitas que hacían el rol de limpieza en las zonas abiertas encontraban en el interior de las casas sus sucedáneos en: las páginas de periódicos, las hojas de cuché de las revistas del corazón, o el basto papel estraza de color marrón que había servido antes como envoltorio de los recados y para anotar las cuentas de su coste. Quedaba claro que en aquellos duros años de escaseces, las partes delicadas de los cuerpos eran menos sensibles que los actuales a fuer de estas severas prácticas. Faltaban temporadas veraniegas para que las tiendas quedaran abastecidas de los primeros rollos de papel higiénico que llegaron, aún toscos, de grueso pero liso papel marrón claro de la marca, “Elefante”.
Papel higiénico El Elefante.
Papel higiénico “El Elefante”.

Pero esta faceta de la vida, la del cotidiano aseo personal que en ausencia de agua corriente y por tanto duchas o baños se realizaba en las casas, formará parte de otra próxima narrativa.
Aquí de lo que se ha tratado para que perdure en el recuerdo colectivo es describir cómo era entonces el cine y la forma en que se veía, así como la sociología humana y espacial que los envolvía, más cuando la llegada de un nuevo tiempo donde el ser humano inventó y se dotó de otros instrumentos visuales -la televisión, el video, el DVD e Internet- conllevó, de forma lamentable aunque irremediable, a su desaparición en la mayoría de nuestros pueblos y ciudades.

14 de mayo de 2016
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