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Foto: j. M. Contreras |
El monje Pierre Perignon fue el primero
que utilizó el tapón de corcho sustituyendo así al tapón de
madera envuelto en cáñamo embebido en aceite. La primera fábrica
de tapones surgió en Gerona, cerca de la frontera francesa, en el
1750, y en pocos años surgieron más instalaciones por toda España.
Hace millones de años que existe el
alcornoque aunque desde hace unos diez mil años que sólo se
encuentra en la zona mediterránea. La producción más grande está
en Portugal, seguida de España y el norte de África. Recientemente
se han encontrado unas ánforas que actualmente están en Barcelona
con tapones de corcho de unos 2.000 años de antigüedad. Los romanos
también en sus cascos tenían corcho para amortiguar los golpes y en
las pirámides de Egipto se han hallado arcas de corcho con objetos
de valor. Quiero decir con esto que el corcho lleva utilizándose
miles de años.
Lo que voy a contar a continuación
puede ser verdad y no haber pasado.
En una finca de Extremadura llamada el
Pedregoso, muy cerca del valle de Santa Ana, vivían su dueño,
Antonio Robledillo, casado con Guadalupe Guares, con sus tres hijos:
Antonio, Rocío y Andrés. Era 1870. Era una finca que cada 9 ó 10
años se descorchaba. La producción del corcho era de 15.000
quintales, más 2.500 de bornizo. Todos los años venía un aforador
para aforar la bellota y aforaba casi 1.500 arrobas de carne, según
el año. Tenían ovejas y vacas y unas yuntas de bueyes para arar la
tierra de labor y obtener el grano y la paja para los animales,
además de gallinas y pavos, y el huerto para el gasto de la familia.
Todo esto lo llevaba la familia de Manuel con sus tres hijos: Manuel,
María y Juan, y su señora Carmen. También vivía con ellos el
abuelo Manuel, que empezó a trabajar con los padres de los dueños
del cortijo. La familia Robledillo trataba a esta familia muy bien.
Cuando eran las fiestas patronales del pueblo, los llevaba a todos al
pueblo. El hijo Manuel pretendía a la hija del dueño. Manuel hijo
nació en 1877. Fue a las corchas en el 1893, con dieciséis años.
Su padre tenía 43 años y su abuelo 67 años. El abuelo trabajaba de
fiel y el hermano pequeño ya trabajaba de aguador. El padre y el
hijo ya sacaban corcho. Este año el hijo Manuel salió de novicio.
Entraban en la casa cuatro sueldos, aunque en ese tiempo el corcho no
valía tanto dinero. La suerte de esta finca es que estaba cerca de
Jerez de los Caballeros y a los pocos años pusieron la instalación
férrea. Pero los beneficios de la finca los repartía el dueño
entre dos hermanos más. La familia Robledillo se iba mucho al campo
y aunque era gente de bien no tenían mucha abundancia.
Y llegó el momento. Era 1895. Nada
menos que Manuel se tiene que ir a la guerra de Cuba. El padre no
tenía suficiente dinero para librarle y como no había nadie que le
ofreciera el dinero, costaba 8ooo reales librarse de ir a la guerra
, había que conformarse. Sin embargo, el dueño de la finca
vendió una casa con una hectárea de terreno, más una yunta de
bueyes con todos sus aparejos por 10.000 reales y pudo así librar a
su hijo Antonio, a lo que le decía a Manuel: “Libraría también
a tu hijo si pudiera, pero la verdad es que no puedo. Lo único que
podemos hacer es rezar por él y que Dios lo haga volver vivo y
sano.”
Pasaron más de 3 años sin saber nada
de Manuel, pero no pasaba ni un día en que su madre saliera al
camino un rato a esperarlo. Ya llegando la tarde, cuando la faena del
campo había finalizado, siempre surgía la conversación sobre
Manuel. Algunos decían: “La guerra ha terminado. ¿Se habrá
quedado en Cuba?”. Pero nunca pronunciaban la palabra muerto.
La novia se fue a vivir al campo. Muchas tardes rezaban por Manuel.
La madre siempre estaba mirando al camino y pensaba que por ahí
tendría que venir un día su Manuel.
Una mañana de primavera, por el camino
que conducía a la casa, venía un joven alto y delgado con barba.
Salieron los perros a ladrarle, algunos dando saltos al reconocerle,
poniéndose por delante, sin dejarle andar. Al escuchar los ladridos,
salió la madre, mirando al cielo y diciendo “Gracias, Dios mío.
Mi Manuel en casa.” Se abrazó esta madre y decía: “Juan,
María, tu hermano está en casa, con nosotros. Llama a tu padre y a
tu abuelo, que están en el corral o en la gañanía.” Cuando
llegó el padre, le abrazó y le dijo: “Hijo”. El nieto
fue al encuentro del abuelo, que se había quedado atrás y el abuelo
solamente decía “Mi niño, ¡cuántas ganas tenía de verte!
Pensaba que me moriría sin verte de nuevo.” El nieto le
contestó: “Abuelo, no piense en esas cosas.” Y se
abrazaron todos, dando gracias a Dios.
Cuando se tranquilizaron, Manuel le
dice a su hijo Juan: “Llégate a la casa del dueño y dile que
está aquí tu hermano.” La madre dice: “María, llégate
al corral y te traes un gallo para celebrar el regreso de tu
hermano”.
Vino el dueño de la finca muy
emocionado, con toda su familia. Lo celebraron por todo lo alto. El
dueño traía su burra con dos cántaras de vino mosto, un cántaro
de aceite y un cordero. La madre de Manuel, cuando su hijo se fue a
Cuba, metió en aceite tres quesos y decía que no se partirían
hasta que su hijo volviese. Carmen le dijo a María que preparase un
queso y lo metiese dentro de una talega para dárselo a la dueña del
cortijo.
Todo el mundo le preguntaba a Manuel
sobre Cuba. El hablaba mucho de la caña de azúcar, que podía ser
un negocio. Con el tiempo, lo conocían como el cubano. Contaba cómo
fue a la guerra de Cuba y se perdió. Al cabo de unos años, se casó
con la hija del dueño, Rocío. Tuvieron varios hijos y allá por el
1925, compraron la hectárea de terreno con la casa que había
vendido el suegro para librar a su hijo de la guerra de Cuba. Con el
paso de los años, fueron los dueños de toda la finca El Pedregoso a
la que todo el mundo hoy en día conoce por la finca La Cubana.
Hace unos años, un muchacho de Jimena
que llevaba corcho a la fábrica de Extremadura, vio un trozo de
corcho en la oficina de la fábrica que le llamó mucho la atención
y siempre que iba pedía que se lo regalaran. Le contaron que venía
de la finca La Cubana, antes el Pedregoso, que llevan hoy en día los
nietos de Manuel. Un día, decidió llevarle un perfume a la hija del
dueño de la fábrica, que accedió a regarle el trozo de corcho que
se encuentra hoy en día en su casa, en un pequeño museo sobre el
corcho.
Todo esto lo he contado en referencia
al trozo de corcho que tiene quince pelas, más la pela del bornizo
que no se le ve, que verdaderamente es de Extremadura, propiedad de
Manuel García Cano, EL MONJE, dándole las gracias por la
información.
Esta historia comenzó con un monje y
termina con otro.
El Niño Las Torres