Fernando Soto, La Saeta Roja


Sevilla, sin lugar a dudas, es una ciudad noble. Títulos a porfía, desde los escudos de armas que no necesitan salir en el papel cuchéa los infanzones que van camino de hidalgos con la misma celeridad que la clase media porfía por los comedores de caridad. Sin embargo, también hay una nobleza obrera, la de la casta de fontaneros a la que se refiriese la presidenta Susana Díaz como el pedigrí inefable de su familia, frente a las generalizaciones de los indignados. En la flor de lis de Fernando Soto (1938-2014) hay un palaustre de albañil y una piel de las de los añejos pelliceros, valdreseros y zurradores.

Ayer, murió este viejo sindicalista que aprendió a leer a Thomas Mann y a Vargas Llosa en las cárceles del franquismo, desde la ranilla sevillana a Carabanchel, en Madrid, uno de aquellos activistas de la lucha obrera que se vieron empurados en el proceso 1001, con aquella trinidad que completaban Eduardo Saborido y Francisco Acosta, los Quintero, León y Quiroga de la dignidad y el puño en alto en las calles injusticiadas por Queipo.

Escrito por J.J.Tellez


Ahora que vuelven los sindicalistas a las cárceles, habría que preguntarse a qué vienen los elogios póstumos de quienes permiten que una interpretación torticera de la ley, España vuelva a ser un formidable banquillo de los acusados por un quítame allá un piquete de la última huelga general.

Soto se ha ido a los pocos días de la muerte de Alfredo Di Stéfano. Y si la saeta rubia, como capitán del Madrid, fue un piloto capaz de conducir a su equipo a alguna de sus mayores cimas, Soto fue la saeta roja, un centrocampista que sabía organizar el juego para meterle a la dictadura algunos de sus mejores goles con acento andaluz.

Ahora se ha ido en un tiempo en que los de entonces ya no somos los mismos. Ni él siquiera lo fue, ya que viajó como muchos otros héroes de la resistencia antifascista española, desde el PCE al PSOE, aunque terminara a su vez simpatizando con ciertos rasgos de la rebeldía del 15-M. Era chapista pero estaba hecho, como el halcón maltés, de la materia de los sueños. Una pasta bien distinta a la de esa partida de mangantes que usaron en vano el nombre de la clase trabajadora y que han puesto, de tarde en tarde, a los pies de los caballos a las siglas que fundaran el viejo Pablo Iglesias y Marcelino Camacho.

Fernando Soto dimitió de la vida cuando España toda dimite de los derechos que ayudaron a conquistar gente como él. Es posible que este nuevo siglo le haya matado, pero sus sueños añejos siguen milagrosamente vivos aunque posiblemente en coma en una era en que la única aristocracia que nos va quedando es la de quienes habitan en los palacios intangibles de la utopía.

12 de julio de 2014
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