Las patas empezaron a retemblar; arcadas y borbotones de sangre rosácea manaron por la boca que el albero no conseguía empapar.
Entonces ocurrió lo increíble. El aprendiz de torero metió su cabeza a un palmo del testuz y comenzó a gritar: ¡muere! ¡muere! ¡muere!. Puro paroxismo, delirium exacerbado. Los ojos fuera de las órbitas, las venas del cuello a punto de estallar, sangre salpicando mejillas y traje de luces: …¡muere! ¡muere! ¡muere!
El novillo se tumbó a la espera de que, al menos, el puntillero acertara a la primera.
(Nota de Tío Jimeno: Relato verídico. Ocurrió en La Línea el pasado sábado)
Manuel Mata