CATA DE LIBROS: "Retazos" ... por Jose Antonio Hernandez Guerrero


En nuestra sección CATA DE LIBROS les ofrecemos un capítulo del libro "Retazos, Manuscrito encontrado en el Mentidero" de Jose Antonio Hernandez Guerrero, editado por la editorial jimenata "El Castillo de Jimena " de José Regueira.
Se trata del capítulo titulado "El ENTIERRO":
El Entierro:
Los habitantes del pueblo habían recibido con alegría y con esperanza la noticia del nombramiento de su primer párroco. Estaban convencidos de que la mayoría de los problemas que padecía el pueblo tenía su origen en la dependencia administrativa de un ayuntamiento lejano que sólo se preocupa de cobrar los impuestos. Esperaban que el cura les asfaltara la calle Real, le levantara una iglesia, le llevara el agua y, sobre todo, que les construyera un cementerio. Querían tener a sus difuntos cerca de sus casas y querían que los entierros les resultaran menos complicados y menos gravosos.



A los entierros, como es natural, acudía todo el pueblo. Cada vez que se moría alguien, se paraba toda la actividad laboral: se cerraban hasta los bares. La única que seguía en su puesto era Paquita la telefonista.

Durante la noche todo el pueblo acudía al velatorio: las mujeres entraban en la casa del difunto y los hombres se quedaban en la calle, sentados en la silla que cada uno traía de su casa. Por la tarde, los hombres acompañaban a pie al difunto que, tambaleándose iba a lomos de un caballo hasta el cementerio de Gerena. Tras el entierro, hacían un "viacrucis" por los principales bares, y, a las siete y treinta, cogían el "corto" de regreso en la Estación de Ferrocarril, de Gerena.



El hijo y el yerno de Elías, encargados de los trámites del entierro, me habían pedido -igual que los familiares de los entierros anteriores- que, por favor, fuera puntual y breve en las ceremonias del sepelio. Cualquier retraso repercutiría inevitablemente en el tiempo destinado a las copas finales ya que el tren de regreso no se solía retrasar.

También, como en todos los entierros anteriores, les prometí que estaría en la puerta de la casa mortuoria diez minutos antes de las tres de la tarde, la hora convenida.

A las dos y media fui a la escuela, y una leve señal a través de la puerta de cristales fue suficiente para que don Miguel, el maestro ceutí, autorizara la salida de la legión de monaguillos que iban a formar la procesión multicolor. Estas procesiones mortuorias constituían uno de los testimonios más visibles de la presencia de la Iglesia en el pueblo.

A la hora convenida estábamos en la puerta del número treinta de la amplísima calle Real, soportando un sol impenitente y un viento descarado e irreverente. No tenía manos para aguantar la capa pluvial, la sotana, el bonete y las páginas del ritual. Los monaguillo jugaban al balón con una lata de leche condensada La Lechera.

A las tres y diez, desesperado y preocupado por las causas y por las consecuencias de la tardanza, le pedí a Felipe, el monaguillo más despierto, que entrara en la casa y dijera que llevábamos veinte minutos esperando. Se puso el cirial sobre el hombro, se arremangó la sotana y desapareció. A partir de este momento, cada segundo se me hacía interminable. Esperé otros diez minutos y, al ver que no salía ni el muerto ni Felipe, le dije a Paco, el pelirrojo, que buscara a su compañero y que saliera, por favor, algún familiar del difunto.

Eran las tres y media, y ya yo me temía lo peor cuando salió, Juany, una de las poquísimas beatas de la nueva parroquia, a la que habían encargado que me transmitiera el parte oficial:

- Padre, me dice la familia que, por favor, siga esperando unos minutos porque aún no ha llegado la caja.

Le prometí que seguiría esperando y le pedí que dejara salir a los dos monaguillos. A la cuatro menos cuarto, apareció Luis, el carpintero con la caja bajo el brazo.

- Perdone, padre, el retraso pero he tenido que esperar a que me llegara la tela de raso morado que me han traído de Ronda. La caja ha quedado preciosa ¿qiere usted verla?.

Pasó un cuarto de hora más, sin que saliera ni el muerto, ni los familiares, ni los monaguillos. Mandé a Paco, un tercer monaguillo, con el ultimatum:

- Haz el favor de decir que, si no salen en cinco minutos, nos volvemos hasta que nos avisen de nuevo.

Salió, en esta ocasión, Petra la partera, y desde la misma puerta me gritó:

-Padre, que no se puede hacer hoy el entierro porque la caja es demasiado chica y no cabe el difunto.

Me hice cargo de la situación aunque no pude disimular el digusto por la retención de los monaguillos al lado del muerto para obligarme a permanecer durante más de una hora delante de la puerta.

Cuando, precedido de la procesión de acólitos ya iba por el otro extremo de la calle Real, escuchamos de nuevo la voz chillona de la Petra:

¡Padre!, que vuelva usted por favor, que le han doblado la cabeza a Elías y, por fin, cabe en la caja.
Jose Antonio Hernandez Guerrero

Puedes ver otros capitulos de este libro:
LA BODA
LA FREGONA

BAÑO EN EL RIO 
EL MILAGRO

20 de enero de 2011
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