El Cine Capitol ... Por Juan Ignacio Trillo


A. Ramos, cine Capitol
Hasta que en el gaditano pueblo de Jimena de la Frontera apareció la televisión, su ausencia fue sobradamente cubierta por el cine. Había uno en el barrio de arriba, cuyo dueño era el doctor Montero, asociado con varios jimenatos, y otro en el barrio de abajo. Muy pronto, yo era muy pequeño, tan solo quedó este último.
Su nuevo titular, Antonio Ramos, propietario agrícola, entre ellas de una finca en Barría, se lo adquirió a mis tíos, los hermanos Luque Huertas (José que tenía su domicilio en Jerez, Cristóbal que vivía en Espera, junto a Luis y Sebastián, ambos tenderos en el pueblo) La dirección en la nueva etapa la llevó su yerno, Antonio Sabau, comandante del ejército en la reserva, marido de Eugenia. Vivían justo encima del cine. Las buenas prácticas en este séptimo arte le fue transmitido por el maestro de escuela, José Capote, que lo ejerció con anterioridad, incluyendo el aprendizaje de la técnica para la proyección.
A mano derecha, la fachada del cine Capitol. En el centro, el Padre Alegre, Manuel Alegre rodríguez
A mano derecha, la fachada del cine Capitol. En el centro, el Padre Alegre, Manuel Alegre Rodríguez, encima del borriquillo. Año 1954

El cine del barrio de abajo, a su vez, constaba de dos edificios separados por una corta distancia. Abrían de temporada según la estación meteorológica que se tratara. El que le llamábamos de invierno, aunque durara abierto otoño y primavera hasta que llegaban las calores: el cine Capitol, estaba al inicio de calle Sevilla; y el de verano, al descubierto detrás de la hoy plaza de la Constitución, justamente en el espacio existente entre el aparcamiento de coches a la entrada y tras la curva final del actual acceso principal al pueblo; antes era único por la cuesta de la calle Romo. Fue demolido tiempos ha. El de invierno, yace cerrado, en estado de avanzado deterioro desde hace bastantes gélidos, secos y lluviosos inviernos.

Jimena, como otros tantos pueblos, ante la llegada, primero de la televisión y luego del vídeo, Internet, Dvd…  se quedó sin aquella ventana de aire fresco e innovador que significaba el cine, pábulo para tantas charlas entre vecinos a la par que su presencia contribuyó decisivamente para que las mentes cerradas por el aislamiento de sus habitantes se abrieran culturalmente de par en par al exterior.

La afición de nuestras gentes a la gran pantalla estaba al orden del día. Hasta cuatro funciones podían tener lugar en un mismo domingo, con capacidad cada una de ellas para más de cuatrocientos asientos que quedaban ocupadas. Los personajes que velaban por el normal desarrollo de los eventos y que se sucedieron desde la venta de las entradas, portero, acomodador al pase de las sesiones, a destacar: Juan y Manolo León, hijos de la barbería que había enfrente; Manolo Muñoz, que lo compatibilizaba con el cobro de los recibos de la luz, Tinajero, Gonzalo, Agustín, y Miguel en su último ciclo. Así se hicieron de los más populares y conocidos en el pueblo.


Actuación enn el ciine Capitol del grupo dechirigotas del Club
Actuación en el escenario del cine Capitol del grupo de chirigotas “Los Beatles de Jimena” del Club Boys Scuts con motivo de la clausura del curso escolar 1964.1965. De izquierda a derecha y de delante a atrás: Antonio Sabau, Pascual Ríos, Juan Parra, José Antonio Esquivel, Juan Ignacio Trillo, Fernando Carrión (el del bombo) José María Macías, Teodoro Zar, José Luis Luque, Miguel Ángel Trillo y Juan Carlos Gómez.    

A los actores y actrices que encarnaban las proyecciones cinematográficas, al final se les tenían como personas cercanas a las familias. Sus nombres y apellidos, literalmente pronunciados, tal como se expresaba entre las charlas del vecindario por los labios del arábigo-castellano que pronunciábamos, no serían comprensibles en sus respectivas lenguas originales.

Desde que aprendí a descifrar las letras del diccionario y saberlas escribir, mi madre me mandaba semanalmente con lápiz y papel a la cancela del portal del cine para que le trajera a la casa la información manuscrita con los títulos de las distintas películas extranjeras que a lo largo de los siguientes siete días se iban a proyectar, así como las denominaciones de los actores y actrices que las protagonizaban. Los directores entonces apenas se valoraban, a no ser que fuera un Alfred Hitchcock.

Así que, en aquel instante ininteligibles personajes para mí se me fueron agolpando como un puzzle cargando mi base infantil de datos raros. Hasta que no fui más mayor, no les puse cara. De los que todavía recuerdo que me suenan porque los escribí, y ordenándolos ahora por orden alfabético destacaría a: Fred Astaire, Lauren Bacall, Anne Baxter, Ingrid Bergman, Humphrey Bogard, Charles Boyer, Marlon Brando, Yul Brinner, Richard Burton, Claudia Cardinale, Leslie Caron, Montgomery Cliff, Gary Cooper, Tony Curtis, Doris Day, Bette Davis, Yvonne De Carlo, James Dean, Alain Delon, Marlene Dietrich, Kirk Douglas, Mel Ferrer, Henry Fonda, Glenn Ford, Clark Gable, Greta Garbo, Ava Gardner, Cary Grant, Susan Hayward, Rita Hayworh, Andrey Hepburg, Katharine Hepburn, Chalton Heston, Willian Holden, Bob Hope, Rock Hudson, Gene Kelly, Grace Kelly, Deborah Kerr, Alan Ladd, Burt Lancaster, Jack Lemmon, Jerry Lewis, Gina Lollobrigida, Shirley MacLaine, Silvana Mangano, Ann Margret, Deen Martin, Victor Mature, Virginia Mayo, Robert Mitchum, Marilyn Monroe, Paul Newman, David Niven, Kim Novak, Gregory Peck, Anthony Perkins, Tyrone Power, Anthony Quiin, Ginger Rogers, Gordon Scott, Peter Sellers, Frank Sinatra, James Stewart, Elisabeth Taylor, Robert Taylor, Shirley Temple, Spencer Tracy, Lana Turner, Raf Vallone, John Wayne, Orson Welles, Richard Widmark, Natalie Wood … apelativos extraños que sin embargo el día posterior de haberse visto en la pantalla llegaban a formar parte en plan coloquial de la tertulia del vecindario.

Los más populares, vaqueros y galanes, se repartían el estrellato, según fueran las edades o la extracción social de los concurrentes de turno a las funciones cinematográficas.

El Verdugo, peliculón del cine español de Brlanga
El Verdugo, peliculón del cine español del director Luis García Berlanga. 1963

La influencia del cine anglo-estadounidense era dominante entre las familias de “bien”. Tenían denostado al film español por ser chabacano y más acordes con los gustos de los sectores populares. Así, pedazos de actores como: Fernando Fernán Gómez, Pepe Isbert, Tony Leblanc, Manolo Morán, hermanos Ozores… cuyos golpes tanto hacían reír al segmento mayoritario de los espectadores, lo consideraban como pertenecientes al vulgo, actores secundarios en comparación a los elegantes y educados modales que empleaban los personajes de Hollywood.

Quizás fuera en las películas del oeste donde se producía una cierta convergencia de estos gustos dispares. Aquí se entremezclaban: un guión violento, basado en disparos y flechazos que podían hacer fuertes a los débiles; con lo que para estas capas modestas se colmaba su necesidad de evadirse ante la dura realidad por la que se atravesaba; y la participación de guaperas galanes, aunque con indumentarias de vaqueros y sombreros de cuero; por tanto, con diferencia textil y de estéticas con el otro cine finolis de corbatas, pajaritas y cutis bien afeitadas. La filmografía europea, más allá de algún caso puntual, francés o italiano, apenas se conocía. Y de Latinoamérica tan solo se conocían las mexicanas de Cantinflas, de algún drama a los toros, las rancheras o las milagrosas apariciones de la Virgen.

A los niños nos encantaban las películas de vaqueros y de indios; y en Semana Santa, las que estábamos forzados a contemplar, las de romanos.

Una
Una partida de indios de la tribu siux

En las cintas de western, salíamos radiantes de la función de la tarde que para la infancia lo significaban los matinés. Coincidían con los fines de semana para no chocar con el horario escolar. Después de leer, “The end”, radiantes, en plan Séptimo de Caballería, cogíamos a toda leche las de villladiego, galopando, dándonos cachetazos en el trasero como si fuéramos a la vez caballos y uniformados americanos subidos en sus monturas. Del mismo modo, proporcionando puñetazos al aire, en imitación a Burt Lancaster, o representando la rapidez en la ficción de desenfundar una pistola de la marca colt conteniendo calibres para cartuchos del 45; siempre proveniente de una inventada cartuchera que colgara de la correa de plexiglás que entonces llevábamos procedente de Gibraltar y en cuyo otro extremo también mentalmente imaginábamos que enganchaba un puñal enfundado; o hacíamos la ficción de apretar el gatillo de ese revólver que eran nuestros propios dedos con la misma postura y certeza en la puntería que le habíamos visto manejar a John Wayne.

En aquel tiempo, una espaciosa franja sobre el cartel mostraba la calificación que la censura introducía a la película para que pudiera ser visionada según qué determinado segmento de edad. Así figuraban: apta para todos los públicos, apta sólo para mayores, y prohibido para menores de veintiún años, que entonces era donde quedaba fijada la mayoría de edad.

la censura en el cine de aquel momento.
Lo que tapaba la censura en el cine de aquel momento.

Después, había que contrastarla con lo que dijera la otra represión complementaria a la censura política, la eclesiástica, que era todavía más severa. Para ello, figuraba en el pórtico de entrada a la iglesia un cajetín de madera con un porta cristal en cuyo interior se encontraba, cogidas con chinchetas metálicas, la ficha moral con que el tribunal que existía en la institución católica para la salvaguarda de la fe y las buenas costumbres había asignado severamente a la película que iba a exhibirse.

Esta clasificación era distinta. Figuraban: Apta, 2R (sólo para mayores), 3R (grave), 4R (gravemente peligrosa) En el mismo cartoncito blanco venía escrito un breve contenido del guión, siempre intercalado de valoraciones y condenatorias advertencias moralinas para tenerlas en cuenta de cara a prevenir el pecado.

Mi familiaridad con el cine también venía de mi íntima relación, en cuanto que fui compañero de estudios, con Charo, la hija de Antonio Sabau y Eugenia Ramos. Mis muchas horas de estudios en su domicilio, situada encima del cine, me hizo conocer, oyendo a su padre, los pormenores de este bello arte. Así, a primera hora, cada cierto periodo de tiempo, su padre recibía a los representantes de las distribuidoras de las distintas casas cinematográficas, cerrando las contrataciones de las cintas a proyectarse, siempre según el precio que se ofertaba y teniendo en cuenta la antigüedad de la muestra. Estos comerciales eran muy allegados y se habían hecho casi de la familia, lo que hacía que fueran recibidos por la mañana que era cuando se presentaban, estando aún Sabau en pijama y si hacía frío con la bata de boatiné puesta.

El matrimonio, Antonio Sabau y Eugenia Ramos,, hija del dueño, Antonio Ramos, era quién llevaba la gestión del cine.
El matrimonio, Antonio Sabau y Eugenia Ramos,, hija del dueño, Antonio Ramos, era quién llevaba la gestión del cine Capitol, donde vivían en el piso que estaba encima.

Un día de vacaciones escolares navideñas, tras el desayuno casero familiar a base de café con leche migado con pan, encontrándose el padre de Charo, fumador empedernido, en su aposento preferido, calentándose junto a la mesa camilla a la vez que reposando sus posaderas en el sillón mecedora del salón cuyo diseño poseía en su contacto con el suelo dos extremos de madera con puntas muy salientes, parecidas a unos patines de esquís de nieve, o a un catamarán sobre baldosas; irrumpió un representante, al que le había abierto la puerta su esposa, Eugenia.

El comercial penetró de forma veloz con aparente grado de euforia, más bien producto de cierta artificialidad teatral para el peloteo de cara a colocarle más fácilmente las películas que traía en su catálogo. Se le acercó tanto a don Antonio, para que no se molestara levantándose, que al doblar el comercial el cuerpo con el propósito de darle un gran abrazo, lo que sucedió es que con la punta del saliente inferior de la mecedora se pegó tal viaje en el hueso del tobillo que el grito se hizo sentir allende el salón estar en que sucedió, como si se tratara de Tarzán llamando a Chita o a su amor Jane en la película, “El rey de la selva”. De inmediato, el agente de las copias de las películas con la pierna sana se puso con el cuerpo a girar sobre si mismo dando dos vueltas, mientras seguía viendo las estrellas y gritando de dolor con la mirada fija puesta en el techo, a la vez que murmuraba para sus adentros: “¡Dios mío, Dios mío, qué leñazo me he dado!”

A gran velocidad y mandado por la familia, tuve que bajar con celeridad a avisar a la casa del practicante, Miguel Cuenca Avilés, por ser el lugar más cercano al percance. Vivía más abajo del cine. Se trataba de que subiera cuanto antes al inmueble de los padres de Charo y paliara el mal dolorido miembro inferior del representante. Tal vez se le había producido un fuerte esguince con rotura de un ligamento. El auxiliar sanitario, lo observó y le puso además de un rollo de gasa cubriéndole gran parte del calcáneo. Asimismo, una inyección, no sé si para bajarle el hinchazón o de cara a sedarlo para que rebajara el cuadro de sufrimiento y de nerviosismo que presentaba.

El caso fue que al final el comercial se tuvo que marchar a paso de tortuga y con una muleta prestada, que hubo de procurarle de la barbería de Pedro León -vivía enfrente y sus hijos, Juan y Manolo, trabajaban por la tarde de portero y vendiendo las entradas en el cine- al que en el pasado por un problema circulatorio sanguíneo le hubieron de cortar una pierna.

El film, "La gata sobre el tejado de zinc".
El film, “La gata sobre el tejado de zinc” protagonizada por Elizabert  Taylor y Paul Newman. Fue estrenada a nivel mundial en 1958 

Con este soporte, que prometió devolver en próxima visita y una vez que se restableciera, bajó con enorme dificultad y ayudado por el practicante la empinada escalera de la casa. Iba dando calculados andares superando lateralmente cada escalón hasta llegar a ras de suelo de la entonces empedrada calle Sevilla. Le esperaba el taxis de Cristóbal Ruiz para conducirlo a la Estación de tren. Su imagen, tomada de espaldas, me recordó al bebedor, Paul Newman, apoyado en el sostén de madera bajo su axila en la película: “La gata sobre el tejado de zinc”, que precisamente figuraba incluida como secuencia en el catálogo que portaba y me había dado tiempo previamente a ojear en tanto le era efectuada la cura.

Antonio y Charo Sabau Ramos, los hijos del matrimonio, Eugenio y José que llevaban la dirección del cine.
Antonio y Charo Sabau Ramos, los hijos del matrimonio, Eugenio y José que llevaban la dirección del cine.

Más tarde, conforme crecimos, aún de preadolescentes y teniendo como guía a Charo, aun contando con pantalones cortos organizamos nuestros primeros guateques en los camerinos de dicho cine. Tras bailar los locos twist de la primera etapa de Los Beatles, ya cuando poníamos las canciones lentas a lo Elvis Presley e intentábamos en parejas que se pegaran los cuerpos, siempre encontrábamos como resistencia activa el obstáculo de los duros codos de las coleguillas que desde la infancia veníamos cotejando.

El horario de las funciones de los sábados, a partir de las seis de la tarde, y domingos, a las cuatro, que llamábamos el matiné, para continuarle las sesiones para adultos de las ocho y diez de la noche así como la necesidad de personarse previamente en taquilla para procurarse una entrada antes de que se agotasen, propiciaba,  desde primera hora de la tarde y tras el almuerzo, de un ajetreo de movimiento de personas en torno a la cancela del local que coincidía con el despliegue de un auténtico mercadillo de productos para su consumo de lo más variado y que perduraba hasta bien entrada la noche en tanto hubiera venta y quedaran existencias.

La calle Sevilla una vez que fue hormigonada. Los fines de semana aparecía abarrotada a la altura del cine con cantidad de puestos en la calle para la venta de productos para su consumo en el interior de la sala. 1962.
La calle Sevilla una vez que fue hormigonada. Los fines de semana aparecía abarrotada a la altura del cine con cantidad de puestos en la calle para la venta de productos para su consumo en el interior de la sala. 1961.

Ollas humeantes, armadas unas sobre otras y blanqueadas con cal en su superficie, constituyendo  una torre redonda. También, mesas portátiles desplegadas, ofreciendo casi todo lo que nos apetecía. Y según la temporada de que se tratara, tostaban castañas, pipas, garrapiñadas… Eran servidas en improvisados cucuruchos hechos de las hojas de los periódicos usados o de papel marrón de estraza. Se echaban las pipas u otros productos en esos cartuchos con distintos cacharritos metálicos de minúsculas asas que se utilizaban como medidores. El pequeño repleto, valía una perra chica, cinco céntimos de la peseta; y el mayor, una gorda, diez céntimos de la peseta. Las castañas, tostadas o asadas y demás golosinas se vendían por unidad, aunque también envueltas en esos mismos papeles.

La inflación galopante de aquella economía de postguerra se paliaba, para que entraran menos chuches por el mismo precio, poniendo el vendedor cada vez más papelitos prensados en el fondo de los medidores, disminuyendo por tanto su capacidad. De esta forma, alejaba el riesgo de protestas por la elevación de su cuantía, o engañaba a los más roñosos. Otros puestos contenían regalices –regalines, pluralizábamos incorrectamente- altramuces, almendras, chufas, peladillas, azufaifas, bellotas, garrapiñadas, pictolines… Y el reclamo que determinado vendedor a grito pelado utilizaba para atraer a la clientela estaba muy en consonancia con el espectáculo a iniciarse. Así chillaba: “A tiros limpios por las montañas de Ronda, ¡los indios!… ¡Hay pipas, caramelos  y altramuces!”.

Allí se encontraban para la venta, Godino “El latero”, con su puesto de castañas, pasas, altramuces y caramelos. Herrera “El Piqui”, con los higos de Lepe. Pichán, con sus pedazos de caramelos, más duros que un peñasco y que perduraban en la boca a base de chupeteo durante toda la proyección; se vendían envueltos en artesanales papeles y con sabores de fresa, naranja o limón. También se hallaba con su propio puesto, “Quiñones”, con ricas avellanas tostadas y caramelos…En fin, que aquello era lo más parecido a la feria.

Minutos antes de comenzar la proyección, entraba y destacaba en la sala, El Guardia, que era uno de los más populares entre los minoristas, con su canasta bajo el brazo. Hacía acto de presencia ya con los espectadores sentados en sus butacas y antes de iniciarse la proyección, recorriendo fila por fila, para atender los últimos suministros que le fueran requeridos, a la vez que para recargar a los que ya los hubieran consumidos.

La máquina de proyección de las películas. Sebastián Jiménez Mateo que se encargaba de su mantenimiento.
La máquina de proyección de las películas del cine. Sebastián Jiménez Mateo que se encargaba de su mantenimiento.

La puntualidad para el inicio de la película no era anglosajona. Los problemas técnicos de la máquina de proyección para arrancar los rollos que se iban a mostrar eran corrientes, como que saltaran los plomos del fluido eléctrico por el fuerte tirón a la red. De la misma forma acontecía una vez iniciada donde se sucederían frecuentes cortes, propios de aquella tecnología analógica que ya atravesaba cierta obsolescencia, o de que la cinta aparecida pegada en muchos de sus trozos debido a los recortes que a muchas de las escenas le había propiciado la censura. A este tenor, encontraba como respuesta del impaciente público, silbidos, palmas de protestas o cachondeos varios para además de apremiar, caldear todavía más el momento y el ambiente. Y esos tiempos perdidos eran de la misma manera una ocasión ideal para seguir con el negocio de las ventas de artículos a echarse a la boca que además aligerara el peso de la canasta del ambulante.

El pobre de El Guardia, muy buena persona y de edad anciana, siempre tan atento y servicial, portaba ya múltiples achaques. De un lado, la dificultad al andar por los múltiples callos que le torturaban los pies y que le hacía en sus roces ir tambaleándose en aturdido caminar, siempre dando canastazos al que se le cruzara y con la impresión que de un momento a otro se iba a caer con el cesto repleto de surtidos. Asimismo, el aturdimiento y la lentitud que mostraba para localizar lo solicitado y para los cambios dinerarios, atribuibles a su limitado campo de visión que el cierre cada vez más evidente de sus párpados le ocasionaba. El buen hombre padecía ya una avanzada ptosis aponeurótica debido al envejecimiento de sus tejidos palpebrales y donde el músculo elevador se le había aflojado, provocándole esa caída tan manifiesta de las pestañas.

Acabó, en esperpéntica imagen, utilizando un remedio casero, pegándose con esparadrapos los párpados a su frente. Así le permitió distinguir sus diversos productos en las entregas a la par que ser más diligente con el dinero a cobrar o a cambiar, sin que, como había venido haciendo hasta entonces, para que pudiera ver bien tuviera la necesidad perentoria de obligarse a levantar la cabeza hasta hacerla contactar con su espalda.

Eso de los esparadrapos era muy socorrido en el pueblo asimismo para determinadas malformaciones orgánicas, y de igual forma para corregir fijadas cuestiones estéticas que venían desde el nacimiento. Conmigo cuando chico también lo experimentaron mis padres. Vine al mundo con orejas, a modo de soplillos, muy visibles. Además, ampliadas su evidencia por aquellos intensos pelados que nos daban donde se decía con exageración que casi se nos veían correr hasta los pensamientos, donde solo de mechón perceptible asomaba el flequillo, por tanto bien separadas en sus extremos superiores de la cabeza. Así que tuve que tirarme más de un año que cuando me acostaba, a fin de impedir que los soplillos se me doblaran en el contacto físico con la almohada y se me abrieran todavía más, mi madre me las adhería con esparadrapos a la sien. De este modo, se me fueran domesticando durante esas horas de dormida y así deserté de la idea de parecerme a los marcianos en las películas de extraterrestres.

Gonzalo Torres Saavedra que se encargó de proyectar en una primera etapa las películas en el cine Capitol
Gonzalo Torres Saavedra, que se encargó de proyectar en una primera etapa las películas en el cine Capitol.

Pues bien, volviendo a los chuches, una vez comenzado el espectáculo cinéfilo, El Guardia, depositaba su canasta encima de un viejo y destartalado piano que yacía junto al escenario en su parte delantera y a ras de suelo; siempre atento a que alguien le pudiera llamar, o quedando a la espera de que llegara el descanso, u ocurriera un corte, y se recorriera en su labor de oferta las filas de las butacas. Lo que menos le interesaba era la película, por lo que se situaba de espaldas a la pantalla y enfrente de sus posibles demandantes, siempre atento a cualquier requerimiento. Pero junto a sus padecimientos descritos también sufría una pérdida de audición cada vez más notoria. Esa limitación le hacía jugar de vez en cuando alguna que otra mala pasada, como pedirle una cosa y darte otra. También, equívocas llamadas en una que otra proyección cinematográfica ya en marcha; sobre todo en las películas que se echaban del oeste, donde más follón se liaba en el patio de butacas y en el gallinero, no llegando a diferenciar las voces de sus posibles clientes con la del guión de la película que se tratara.

Así ocurrió una noche, en un periquete y en plena visualización de la cinta cuando más silencio y emoción contagiaba al respetable. Un actor, que hacía de jefe de la unidad militar de yanquis con azulados uniformados y sombreros en sus testas, previo a un ataque en una oscura noche a un campamento de indios comanches; llegado el instante de inicio de la operación, indicó a su tropa el asalto. El grito sonoro de guerra fue: “¡guardia!”.

De inmediato, lo primero que encontró el jefe militar americano fue la respuesta, no de sus soldados sino del mercader de golosinas que en su afán de atender inmediatamente se echó velozmente la canasta al brazo y caminando en penumbra por el pasillo central del patio de butaca, exclamó con gran vehemencia y repitiendo: “¡voy!, ¡voy!…¿quién llama?, ¿quién llama?…”; a lo que la sala, despelotada en acorde carcajada unánime le replicaba, vociferándole sin que se enterara bien y comprendiera realmente lo que estaba pasando: “¡cállate, “Guardia”, cállate,  que esta vez no va contigo!…”.

En aquel tiempo, la participación y la entrega calurosa del espectador en el seguimiento que hacía de la proyección de las películas eran totales. El aplauso de la audiencia era ecuánime cuando “el bueno” triunfaba. Una escena sensual, por contraste, causaba un estruendoso silbido de envidia donde se entremezclaba con groseros piropos que contenían pecaminosas palabras de gran calibrado machista, inundando la sala y que serían expresados en lenguaje rudo, en la línea: “¡Si fueras mi madre, iba a dormir mi padre en el pajar!”, “¿De qué horno ha salido ese bollo?”, ¡si fueras un pesebre , te lo comería todo!”,  “¡Si fueras mi pava, te iba a rellenar!…”.

Agustín el acomodador y su mujer Frasquita La Francesa que hacía los churros en su calle hoy Jincaleta con calle an Sebastián.
Agustín el acomodador del cine, y su mujer Frasquita “La Francesa”, que hacía los churros en su calle hoy Jincaleta con calle San Sebastián.

El trasfondo ruidoso de los espectadores, por el crujido de las pipas, siempre acompañaba la película; lo mismo que el comentario generalizado en las escenas más polémicas. Por ello, se alternaban con puntillosos llamamientos vociferantes al silencio, asimismo siseos, hasta que, llegado a un límite extremo, precisaba la intervención de los acomodadores, Tinajero o Agustín, para que sus linternas, iluminando los lugares más revoltosos, fuera haciendo el silencio o la paz. Ahora bien, localizado la autoría reiteradamente más rebelde a enmudecer, siempre le echaría las culpas al de la fila de delante, además dándole un cogotazo como señal indicativa y para disimular, aunque ya, si es que no se había liado antes la pelea, acababan las partes litigantes fuera de la sala. De volver a hablar el reincidente, bajaría su timbre de voz para no ser acusado de plomazo, contrayendo el riesgo adicional de que en la próxima ocasión para la proyección de una nueva película no le consintieran dejar entrar en la sala, incluyéndose en una lista negra de alborotadores o de borrachos incompatibles con la visualización en silencio y en armonía del espectáculo.

El patio de butacas del Cine Capitol se hallaba sobre un piso ascendente desde la gran pantalla hasta la última fila ya colindante con calle Sevilla. A esta altura, estaba dotada de tres puertas de salidas de madera que solo se abrían en caso de emergencia o para el desalojo de los asistentes al final de película. Sin embargo tenía el inconveniente de que para entrar por la puerta principal dotada de una gran cancela ya una vez sitiado en la sala de proyección había que pasar por todo el centro y al estar empezada la película los de los asientos de atrás protestaban cando el acomodador acompañaba a los espectadores que llegaban tarde, siendo otro motivo de protestas y de chiflidos.

En otra faceta, la sala del cine Capitol se convertía en una válvula de escape para la represión sexual de las parejas de novio o de pretendientes. Era en ocasiones aprovechada por las parejas de novios o pretendientes para realizar su agosto. Escaseaban los espacios públicos para satisfacer determinadas incursiones amorosas. Todo estaba prohibido en este apartado. La  oscuridad de la sala constituía una invitación a su sinuoso desarrollo ¡Cuantas parejas descubrían en el cine sus primeros escarceos!

En los espacios privados y familiares, eran impracticables; la rigurosa centinela de los mayores lo imposibilitaba. Era época donde aún las rejas de las fachadas de las casas separaban los encuentros entre los noviazgos. Además, para que se permitiese la entrada en el interior de la casa de los padres de la novia  al enamorado varón se necesitaban varios años de tener consolidadas las relaciones. Lo contrario, hubiera significado en esa sociedad tan mojigata que se sucedía que se chismorrease entre el vecindario de “lo ligerita” que había salido la niña y encima con el consentimiento de sus progenitores. La mujer desde chica estaba educada en la preservación de su honra que era reducida al don presuntamente divino, de la salvaguarda del himen hasta la consagración religiosa de un matrimonio que debía de durar para toda la vida.

Actuacuón teatral en el escenario del cine Capitol
Actuación teatral en el escenario del cine Capitol con obra El Zapatero de Carlos Arniches en el cine Capitol de jóvenes para recoger fondos para necesitados. Navidades 1969.

Así que, la oscuridad de la sala con los abrigos, gabardinas o jerseys de las parejas desenfundadas de los cuerpos, una vez sentadas se situaban sobre las piernas, tapando para terceros gran parte de la visión de las siluetas y sobre lo que a continuación ocurría, temblaba o corría “underground” del textil aunque fuera de prever, sin que hiciera falta dosis de picante, provocación o estimulación provenientes del guion que se viera en ese instante en la pantalla. El cine fue el lugar propicio para desfogar la represión existente y así lo percibían las parejas que se entregaban a encendidas manualidades, no siempre consentidas por la parte de las féminas lo que sus resistencias hacían alargar la batalla paralela al desarrollo del film, encendiendo aún más la temperatura de esa pareja en su íntimo ambiente.

Pero este hecho era intuido por los padres de las chicas, que todo lo presuponían con tan sólo revivir sus propias vivencias. Lo que les llevó a tomar medidas preventivas contra un ataque carnal a su hija procedente del aspirante a esposo. A tal fin, en algunas familias, las más puritanas, daban la autorización a las parejas para que fueran al cine condicionadas a que les acompañara un familiar o un menor, que haría el papel disuasivo tendente a descartar la posibilidad de que se pudiera producir la sensual levedad de un toqueteo. A esta figura de barrera, control y vigilancia humana, se le llamaba carabina.

Siguiendo con el eros en el cine, pero a otro nivel, el gallinero era todo lo contrario a un palco señorial. El precio del asiento era inferior y sus butacas no estaban enumeradas. Además ofrecía el inconveniente de que estaba sostenido por dos grandes pilares redondos que no permitían la visión de la película a una parte del sector del público que se correspondía con los asientos que estaban en su postrero, y que en el caso de que se llenase bien tenían que ver la pantalla de pie o con el cuello doblado rozando la cabeza del que tenía al lado.

Asimismo, su primera fila era temida por los que abajo se sentaban en el patio de butaca. Siempre que hubieran entradas sobrantes en el aforo de asientos se omitía o se rechazaba la petición o el ofrecimiento de sillones que correspondieran a las dos filas que estaban bajo la influencia de la primera hilera del graderío; por aquello de no recibir, procedentes de las alturas, sobre las cabezas o los cuerpos de los de abajo, cascarillas de pipas, pieles de altramuces, castañas agusanadas o simplemente la inesperada e indeseable lluvia procedente de los restos aéreos de un estornudo, con la consiguiente preocupación adicional de sí vendría cargada de virus gripales de contagio.

Miguel Fernández Márquez "Minuto", acabaría sustituyendo a Gonzalo Torres Saavedra en la proyección de las películas.
Miguel Fernández Márquez “Minuto”, acabaría sustituyendo a Gonzalo Torres Saavedra en la proyección de las películas.

De igual forma, se comentaba, para peligro de los que se encontraban en suelo firme, que, en el transcurrir de las películas verdosas o escabrosas, el gallinero se convertía en el lugar más idóneo para ubicarse solitarios y calenturientos machos. En este sentido, en simultaneidad a las apasionadas escenas que se proyectaban, aunque y que no habían sido cortadas por la censura, aunque bastara tan solo la presencia de una sensual actriz, daban riendas sueltas a las reprimidas fantasías placenteras con resultados finales de lo más satisfactorios, no siendo siempre evitable que las trayectorias de esos efluvios irrumpieran de forma descontrolada haciendo en su recorrido una irregular hipérbola hasta caer en sus volátiles trayectorias más allá de lo esperado y casi siempre con destino al patio de butaca. Más, teniendo en cuenta la potencia emitida debido a la virginidad y edad juvenil de sus originarios y descontrolados autores, lo que hacía preconcebir que tuvieran almacenadas grandes dosis de reservas como yacimientos prestos para explotar y exportar.

Hablando de este cine de invierno, solemne expectación aconteció en el pueblo cuando el estreno de la primera película que iba a proyectarse en Cinemascope. Para ello, Antonio Ramos, su dueño, tuvo que hacer obras en el escenario para agrandar la pantalla, poniendo fin a esas barrocas columnas marrones de escayolas on estética romana que decoraban los laterales del destino de la imagen. La primera cinta que se presentó bajo este formato originó largas colas en la taquilla de calle Sevilla. Se trataba del bíblico film: “La túnica Sagrada”, que fue estrenada en EEUU en 1953 y diez años después llegó a Jimena.

La primera película que se proyectó en el cine Capitol en Cinemascoope: La túnica sagrada
La primera película que se proyectó en el cine Capitol en Cinemascoope: La túnica sagrada. 1963.

Unos atléticos y musculosos actores, con un Richard Burton -el que en tantas facetas de la vida real se casó, para volverse a separar y retornase a rejuntarse con Liz Taylor- acompañado en cartel de Víctor Mature, ambos con pesadas vestimentas chapadas que nos mostraban, ante Dios y ante la Historia, sus artes guerreras y peleas cuerpo a cuerpo con las espadas y sus fornidos brazos.

Los que salieron de la primera función comentaban con cierta exageración que había habido momentos en que se mareaban por constantemente haber tenido que pasar su retina a la velocidad del sonido moviéndola de un extremo otro de la pantalla sin parar para así poder abarcar la inmensa visión completa de las imágenes, habiendo salido de la sala además con dolores en el pescuezo por los obligados movimientos laterales realizados con la cabeza. De la misma manera, que el potente sonido emitido había hecho ensordecer los oídos; y es que el cine Capitol, valiéndose de esta reforma, hizo también el cambio en el equipo de altavoces introduciendo un fino estéreo. Era el no va a más, después de eso ya no cabrían más inventos, dijeron algunos. Si hubieran sabido que aún estaba pendiente de llegar la televisión y más allá la era digital de Internet, quizás no se hubiesen precipitados tanto en su previsión.

Lo cierto fue que a partir de esa fecha, tanto en los anuncios de las siguientes películas a proyectarse, así como en los comentarios entre los aficionados al Séptimo Arte, dos expresiones nuevas: technicolor  y cinemascope, se introdujeron drásticamente en el pueblo, formando parte, con nuestro particular acento, del argot jimenato.

Y para otro día dejamos lo que sucedía cuando se inauguraba la temporada cinematográfica en la sala de verano, así cómo transcurrían sus peculiares episodios, que adelanto aquí que eran bien distintos al relato que aquí se ha ofrecido.


Juan Ignacio Trillo

26 de abril de 2016
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